Este artículo se publicó hace 14 años.
Las batallas del poeta
Luis García Montero
Pasear con José Emilio Pacheco por la Colonia Roma de México supone comprender que toda ciudad es una alegoría. Convivimos con una realidad en la que las ausencias están presentes. Y José Emilio se acuerda de todas las cosas, como recuerda versos, libros, autores. La lección de México, la destrucción de edificios maravillosos para levantar feos mamotretos, le sirvió para ser precavido con las rupturas literarias. Conserva un respeto extremo por la tradición que, encarnado en vida, se convierte en una forma de sabiduría.
El respeto por la tradición no puede confundirse con el tradicionalismo. Los clásicos enseñan sobre todo a buscar respuestas literarias a un tiempo, a perseguir las palabras de cada nueva realidad. Y aunque la fluidez de la vida tenga algo de cíclico, y la barbarie del pasado se repita en la violencia del siglo XX, la poesía no puede paralizarse en su oficio de sentir, interpretar y nombrar la realidad. Por eso, después de irrumpir en la historia de la poesía con un libro de perfección simbolista, Los elementos de la noche (1963), reeditado en España por Visor, apostó por una vuelta de tuerca estilística en No me preguntes cómo pasa el tiempo (1969) y escribió su Disertación sobre la consonancia para explicarse con los preceptistas que, en nombre del pasado, suelen repetir asustados: "Esto no es poesía".
La poesía de José Emilio es clásica y aventurera. Su obra ha levantado una épica íntima y seca que pone palabras a la desolación, a la injusticia, a la belleza y a la ley de extranjería que siente cualquier ser humano que no se humilla ante el poder. Ese es su oficio de poeta. No se trata ni de un pesimista, ni de un optimista, sino de alguien que ha hecho de la lucidez su forma de resistencia.
* Poeta. Autor de Mañana no será lo que Dios quiera.
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