Este artículo se publicó hace 16 años.
¡Boicot! a Cannes
El Festival de Cannes va a intentar en mayo de 2008 conjurar un espectro que le perseguía desde hace exactamente cuarenta años. Proyectará, en su sección Cannes Classics, una decena de filmes cuyo lanzamiento tuvo que ser anulado en mayo del 68, a causa de un golpe revolucionario y antifestivalero lanzado por los jóvenes François Truffaut y Jean-Luc Godard.
El intento de exorcismo montado por la dirección del principal certamen cinematográfico del mundo acarreará buenas noticias. Entre ellas, la proyección de la que fuera la principal película víctima de la revuelta de los cineastas sesentayochistas: Peppermint Frappé, de Carlos Saura, con la presencia anunciada del realizador en La Croisette.
El golpe
Pero esa tentativa de encerrar los viejos demonios en el baúl de un conjunto de actos meramente protocolarios corre el riesgo de chocar con la realidad tozuda de los hechos históricos.
Hace cuarenta años, un festival de carcamales, oficialísimo y mediatizado, intentó mantener su programación contra viento y marea por razones estrictamente comerciales, sin que le importara un rábano que Francia estuviera patas arriba por una revolución. Y sólo la determinación completamente arbitraria e iluminada de un grupúsculo de artistas obligó a los burócratas a cerrar el certamen.
Duerme, desde hace mucho tiempo, en los archivos celosamente guardados de la Cinemateca francesa, una auténtica mina de informaciones y detalles crujientes sobre lo que realmente ocurrió el 18 de mayo de 1968 en el Palacio de los Festivales y demás salas del certamen.
Las imágenes burlescas de lo ocurrido ese día en Cannes dieron la vuelta al mundo. François Truffaut tuvo que colgarse del telón para impedir la proyección de 'Peppermint Frappé', que los organizadores intentaban mantener a toda costa. Jean-Luc Godard se lo pasó bomba haciendo la misma payasada y ambos rieron mucho al ver que las primeras imágenes de Saura fueron proyectadas, no sobre la tela blanca, sino sobre sus cuerpos y sobre el telón, antes de que alguien apagara el proyector. Luego voló un puñetazo, propinado por un individuo no identificado, que obligó a Jean-Luc Godard a buscar sus gafas por el suelo durante horas.
Sólo faltó Chaplin
Detrás de ese momento esencia del cine -hoy venerado por miles de cinéfilos del planeta y en el que sólo faltaba Buster Keaton y Charlie Chaplin-, la procesión va por dentro. La Cinemateca planea publicar parte de los archivos en los que se ocultan los secretos de fabricación de la escena, y Público ha podido consultar los documentos originales del fondo François Truffaut y del fondo legado por la administración del Festival, en los que queda perfectamente retratado el conflicto.
"Francia echaba el cierre y, por lo tanto, Cannes también tenía que cerrar. Era lógico". Así arranca François Truffaut su relato de los hechos en uno de los textos conservados en la Cinemateca, y enviado el 15 de julio de 1968 a Gilles Jacob. Un Gilles Jacob que entonces era crítico de cine y hoy es nada menos que presidente del Festival.
"Por primera vez en su historia, esta institución artístico-comercial llamada Festival de Cine fue brutalmente interrumpida por un auténtico ‘grupúsculo' de realizadores que estimaban que, en plena crisis de Francia, no era muy decente que productores, distribuidores, gacetilleros y estrellitas prosiguieran su desfile soleado", añade el autor de los 400 Golpes en otro texto.
Cine en la piel
Cuando los primeros fotogramas de Peppermint Frappé se volcaron -precisamente- a frapper sobre los pellejos del grupúsculo, "se vivió el único momento logrado de esa jornada confusa y ridícula", explica Truffaut, contento al ver el contrasentido de un Carlos Saura "peleando para que su filme no fuera proyectado".
La monumental algarabía consiguió efectivamente la clausura acelerada del Festival, decidida por los organizadores pocas horas después -y no antes- de que el "grupúsculo" los dejara en ridículo.
Infinitos son los hilos que llevaron hasta ese momento. Truffaut, que no era para nada un revolucionario y ni siquiera alguien con sensibilidad social sino más bien asocial, actuó simplemente por placer, porque "me gustaba ver a Francia paralizada con el Gobierno totalmente desorientado". En un texto más intimista, el de La Nuit Américaine, hace la confesión complementaria: "Admiro a los estudiantes y apruebo su lucha. No tuve la suerte de ser un estudiante".
Lo de Godard fue más radical: había pasado semanas rodando en París entre barricadas, policías y universidades cerradas -escenas que incorporaría a los Cinétracts junto a Marker o Resnais-, y llegaba a Cannes con ganas de comerse el mundo y de insultar a quien intentara frenarle.
Tras ellos, entre bastidores, un tercer cineasta, ni joven ni perteneciente a la Nouvelle Vague, fue clave para hacer posible la escena del 18 de mayo: Louis Malle.
El autor de 'Ascenseur pour L'Echafaud' era, ya en 1968, un director de enorme prestigio, miembro del jurado oficial de Cannes. Regresaba de la India asqueado por la pobreza que había visto en un mundo que ya era el de la sociedad de consumo. Nada más arrancar el festival, obró entre sombras para boicotear el jurado: su dimisión arrastró tras de sí a Roman Polanski y Monica Vitti.
Energía vs inercia
Frente a la energía de los artistas pro-boicot, la inercia burocrática del festival. En sus actas internas, los organizadores afirman sin complejos que, en el país de los 200.000 obreros en huelga, "el Festival parecía abocado a celebrarse bajo los mejores auspicios". Cuando "de pronto, en ese cielo límpido, negros nubarrones se acumularon y estalló una brusca y violenta tempestad".
Negras tormentas auguran los cielos. Los nubarrones, por supuesto, aparecen citados nominativamente: son Godard, Truffaut y Malle. Gente a quienes la administración de Cannes acusó de haber actuado "con celo y con pasión para cumplir la ‘misión' destructora que se les había asignado".
Más allá de conmemoraciones protocolarias, Cannes 2008 tendrá que decir si sigue considerando que lo de Peppermint Frappé en 1968 fue una "misión destructora", o si, más bien, no fueron Godard, Truffaut y Malle quienes precisamente lo salvaron de la deshonra.
Apoyo
Ventura Pons. En primera persona
El 68 fue el segundo año en que fui a Cannes como periodista cinematográfico. No recuerdo si escribía para El Correo Catalán o para la revista Presència, pero, de cualquier forma, significaba la posibilidad de ver un cine que no llegaba a España. Una manera de ver el mundo y, a la vez, escaparte de la esperpéntica miseria cultural del franquismo.
Fue un viaje bastante accidentado. Mi 600 se estropeó en Saint-Maximin-la-Sainte-Baume, donde dejé el coche en un taller y continué en autobús.
Muchos con los que estuve aquel año están muertos: el crítico José Luis Guarner, Enric Ripoll Freixes, Fernando Moreno, Terenci Moix… Recuerdo como, a medida que avanzaba el festival, ibas oyendo lo que pasaba en París sin tener conciencia de que podía afectarnos.
Cannes arrancó, pero duraría poco. La ascensión del espíritu de Mayo del 68 fue rápido, sorpresivo, tanto como la rapidez con que se desmontaron las cosas al mes siguiente con la inesperada victoria de De Gaulle.
Recuerdo con emoción cuando se paró el Festival. Estábamos en la sala grande del antiguo Palacio de Festivales, en un pase de prensa matutino de la película de Saura, Peppermint frappé. Pasados unos minutos de proyección, Carlos subió al escenario y se puso delante de la pantalla haciendo gestos para que se parara. Nos invitó a todos a subir para ocupar el escenario. Allí coincidí con José María Flotats, entre otros. Fueron unas horas inolvidables.
En la sala Jean Renoir, donde se pasaba la Semana de la Crítica, se crearon los Estados Generales del Cine. Allí vociferaba como un poseso Jean Pierre Leaud, que era la voz de su amo, Jean-Luc Godard. Había otros más realistas, pero ya se sabe que se lleva el gato al agua el que más chilla. Los franceses, en su tradición revolucionaria, estaban exaltados. De alguna forma, se apropiaron del espíritu de la época, de las ganas de cambiar la vieja moral.
A pesar de la emoción del momento, yo lo veía todo muy escépticamente. Venía de un país donde lanzarse a la calle sin más era inimaginable, la represión del franquismo era todavía fuerte. Era como asistir a un sueño al que en la península era imposible llegar.
Una vez paralizado el festival y, después de unos días en que las salas privadas de cine se iban cerrando, conseguí que me arreglaran el coche. El regreso fue una odisea. No había gasolina porque el país estaba paralizado, pero logramos repostar milagrosamente, gracias a que el dueño del taller tenía gasolina. Cruzamos la frontera con la sensación de que en algún momento llegaría un aire parecido a España. Tuvimos que esperar hasta el 75, un año más tarde que los portugueses, por cierto.
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