Este artículo se publicó hace 14 años.
Las dos cabezas del cristianismo
Tomás Moro, que murió decapitado por no aceptar a Enrique VIII como líder de la iglesia de Inglaterra, escribió sus últimas cartas desde la Torre de Londres
"Si mi cabeza pudiera ganarle un castillo en Francia, no dudaría en cortarla". Tomás Moro había resumido alguna vez la frágil posición que los súbditos, incluso la del prestigioso hombre de letras y leyes que él era, ocupaban frente a su soberano. Poco después de que Enrique VIII de Inglaterra se divorciara como ya había hecho con su primera esposa del Papa de Roma, su resumen se convertiría en una profecía sangrante.
La fama del autor de Utopía adornó durante 14 años la corte del Tudor. Siendo Lord Canciller, la máxima autoridad jurídica del reino, sin embargo, declinó firmar la carta con la que el monarca solicitaba la anulación papal de su matrimonio con Catalina de Aragón. Y dos años después, harto de las cada vez más convulsas sesiones parlamentarias y viendo cercana la posibilidad de su soñado retiro espiritual, para entregarse a Dios y a sí mismo, Moro pidió a su soberano que aceptase la renuncia.
A orillas del Támesis, desde su espléndida casa de Chelsea, un lugar todavía apartado de Londres, escribe para contárselo a Erasmo de Rotterdam. Es la primera de sus Últimas cartas (1532-1535), que publica en castellano la editorial Acantilado. La vida, salvados los achaques de sus 54 años, promete sus mejores años.
El 13 de abril de 1534, sin embargo, es llamado a palacio. Enrique VIII se ha nombrado "Cabeza Suprema de la Iglesia" en Inglaterra, y no está seguro de que las ideas de Moro quepan.
Ana Bolena, la segunda esposa del rey, ya gobierna el país. Ese día se trata de que los súbditos presten un juramento especial. No conocemos el texto a jurar, aunque sí que se acompaña de un "Acta de Sucesión". Y que en ella, el matrimonio de Enrique VIII y Catalina de Aragón es declarado "contrario a las leyes de Dios", rechazando de facto la supremacía de los papas sobre la iglesia universal. Moro, también divorciado, aunque obediente a Roma y contrario a cualquier cisma que pueda derivar en desorden social, se niega aceptar el juramento.
Durante los siguientes 14 meses escribe 19 cartas encerrado en la Torre de Londres: unas con carbón, otras en latín, casi todas en torno a la misma pregunta: ¿por qué prefiere perder su cabeza antes que cambiar de idea? La correspondencia refleja la pasmosa y emocionante tranquilidad de espíritu con que afronta su previsible ejecución. Y pasmosa no sólo por el peligro de muerte, sino porque cabría imaginar que el trance hubiera tambaleado también su cristiana convicción.
Él mismo había sido martillo de herejes y en esa misma torre había mandado encarcelarlos por la misma razón que lo habían encerrado a él: por su libertad de conciencia. Pero no hay rastro de arrepentimiento. La autoridad del Papa era aceptada universalmente; la del rey, sólo en nuestro reino, viene a responder Moro cuando "el señor secretario", Thomas Cronwell, le recuerda su pasado de guardián de la fe.
El 6 de julio de 1535, víspera de Santo Tomás, Tomás Moro fue ejecutado de un hachazo. Había dejado escrito, cuando no sospechaba su final, su epitafio. "Aquí yace Joan, la amada esposa de Moro. Yo, Tomás, quiero que sea también la tumba de Alice y la mía. (...) ¡Qué felices hubiéramos vivido los tres si el destino y la religión lo hubieran permitido! Rezo para que la tumba y el cielo nos unan. La muerte nos dará lo que la vida no pudo". El 19 de mayo de 1935, Pío XII, lo proclamó santo.
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