Este artículo se publicó hace 13 años.
Cargos de conciencia contra la libertad
Franzen, en la lupa
Templada
Un montón de herrumbre insaciable se acumula en la lectura sin fin de ‘Libertad', mientras Jonathan Franzen se detiene en la destrucción de una familia de Minneapolis para derrumbar el castillo amoral de un país que encuentra en la guerra de Irak la escusa perfecta para destapar sin pudor su voracidad capitalista. La Norteamérica herida por los atentados del 11 de septiembre perdió el sentido de la decencia y especuló con la muerte de los suyos y de los invadidos. Franzen templa su bilis durante más de 600 páginas contra un país que no soporta, dejando que la ira corra lentamente por las prolijas descripciones que el autor emprende de cada uno de los protagonistas de esta novela coral, de clara intención decimonónica.
Angustia
La libertad no sale gratis. Que el escritor norteamericano haya colocado entre las manos de sus personajes las lecturas de Thomas Bernhard y David Foster Wallace subraya el carácter claustrofóbico que supone el libre ejercicio de los deseos de cada uno. Tanto Patty como Walter, el matrimonio que construye Franzen para amargar el caramelo de la familia, se dejan seducir por el derecho inherente a la felicidad, que la monserga capitalista ha conseguido colocarles como prioridad entre sus objetivos. Por supuesto, el autor se sirve de la angustia y el sarcasmo para reírse de la imposibilidad de una vida sin errores.
Artesano
Franzen vuelve a presentarse como un escritor de cuidadísimo oficio, capaz de esconderle al lector sus objetivos. ¿Sobre qué trata realmente esta novela? ¿Por qué seguimos leyendo los problemas de esta familia? ¿A dónde nos quiere llevar? No hay destino, sólo trayecto. Hay tantas cosas, es tan amarga y tan común, que convierte la intrascendencia de las relaciones personales en devoción por la mentira en honor de la verdad. ‘Libertad' no sólo es importante por su ambición de retratar el montón de porquería en el que el hombre contemporáneo ha convertido a su civilización. Lo más impresionante es que lo ha conseguido desde la aparente intrascendencia de un detalle tan poco cuidado habitualmente como es el diálogo. No hay personajes que hablen como los de Franzen.
Coacción
La relación entre Walter y Patty no es menos dolorosa que la que tienen ellos con sus dos hijos, Joey y Jessica. El narrador detalla los sentimientos del hijo después de una cruda discusión con su padre, en la que este ha intentado machacarle a reproches morales por su conducta ante su madre y la tendencia republicana insoportable hacia la que está girando sólo por el beneficio de sus sucios negocios: "Su padre pareció alegrarse de cambiar de tema, y Joey también se alegró. Él prefería sentirse tranquilo y dueño de su vida, y le perturbaba descubrir dentro de sí eso otro, ese pozo de rabia, ese cúmulo de sentimientos de la vida familiar que súbitamente podía estallar y adueñarse de él".
Frustración
El autor somete a sus protagonistas a un constante combate del que siempre salen derrotados, en el que siempre fallan y tras el que, inevitablemente, caen en la decepción de entender "cómo funciona el mundo". "¿Crees que estamos todos aquí para tu disfrute personal?", es la pregunta recurrente que se arrojan unos a otros entre líneas. Franzen reserva el cinismo que supone asumir las responsabilidades de la libertad para la representación del mal (el capital). Un mangante republicano, bien colocado en los círculos de Cheney y sus negocios, que suelta a Joey una retahíla vomitiva sobre lo que hará su calaña con EEUU tras el 11-S: "La libertad es un coñazo. Y por eso es tan importante que aprovechemos la oportunidad que se nos ha presentado este otoño. Conseguir, por cualquier medio a nuestro alcance, que una nación de personas libres se desprenda de su lógica defectuosa y se adhiera a una lógica".
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