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La champeta, el baile prohibido del primer pueblo de esclavos libres de América

Calles sin asfaltar, antros oscuros en los que se baila en pareja apretando el sudor del acompañante, vendedores descalzos, niños con la cara sucia correteando, mujeres trenzando cabellos negros. San Basilio de Palenque huele a tierra mojada y patacones y suena a tambor y champeta. Sus habitantes, descendientes de los primeros esclavos liberados de América, son la orgullosa resistencia africana perdida en los montes que circundan el Caribe colombiano.

"Sin champeta entendemos que no somos nada. Es un elemento identitario para nosotros", dice Louis Towers/ ANDRÉS MOSQUERA

SARA CALVO TARANCÓN

@Sara_Ct

CARTAGENA DE INDIAS (COLOMBIA).— El carácter palenquero es caliente, espiritual y tiene el cabello trenzado de mujer afrodescendiente. Esa esencia se respira en las embarradas calles de San Basilio de Palenque, inundadas por la particular luz costeña que baña este reducto de África a 50 kilómetros del mar Caribe: "Es un pueblo único, me siento orgulloso de ser de allí", dice Louis Towers, uno de esos 3.000 habitantes que cargan a sus espaldas el honor de ser descendientes de los primeros esclavos huidos de Cartagena de Indias en el siglo XVI hasta las faldas de los Montes de María. Allí escondidos defendieron sus raíces africanas que conservan casi intactas, impermeables a la influencia de la parte más caribeña de Colombia.

Louis Towers, además de palenquero de nacimiento, es músico de champeta y acaba de sacar un disco cantado mitad en español, mitad en lengua palenquera, una de las 60 lenguas nativas que sobrevivieron a las imposiciones españolas. A Louis se le ilumina su blanca sonrisa cuando habla de su tierra: "Yo nací en Palenque, viví allí 15 años de arraigo". Relata su infancia, describe la vida de su familia, con cierta solvencia económica y capitaneada por una matriarca. Sembraban plátanos, bananos, yuca, arroz y maíz; tenían animales y regentaron el primer autobús que recorría los sinuosos 50 kilómetros que separan el pueblo de la ciudad, Cartagena de Indias.

Mujer de San Basilio de Palenque/ ANDRÉS MOSQUERA

"Yo viví en un matriarcado", asegura. Sus abuelos tenían fincas y daban trabajo a los vecinos. Además, los palenqueros acudían a su casa para conocer remedios caseros y curar sus enfermedades. "Mi madre se aprendió el vademécum y los vecinos la trataban como si fuera una doctora". La mujer palenquera no es de las que se queda en casa: "Es una mujer independiente, es luchadora, no importa que tenga esposo".

Son ellas las que hacen crecer a su familia y la mantienen vendiendo los dulces que lleva con su ponchera en la cabeza por todos los rincones de Colombia mientras el marido se queda en casa trabajando la tierra. "Se llegó a creer que el hombre palenquero era flojo y vago", objeta Louis, pero tuvo que tragarse el orgullo y ocupar un segundo plano ante la fuerza y el arrojo que destilaban las orgullosas matriarcas.

Los picós champeteros

Su casa fue la primera en la que hubo un picó, un equipo de sonido portátil al estilo de los sound systems jamaicanos. En ellos suena la champeta, un género popular que se baila en la calle, en pareja, con mucho roce y con letras que narran la vida cotidiana caribeña. Bebe de la conjunción de los sonidos autóctonos con los ritmos jamaicanos de raíz africana que llegaron a Barranquilla, Cartagena y a otros puntos del Caribe colombiano en los 70. En esos años, Louis recuerda uno de los primeros ritmos que se escucharon: el highlife, un género musical originario de Ghana y popular en Sierra Leona, Nigeria y otros puntos del África Occidental que popularizó entre otros Fela Kuti con su primera banda, Koola Lobitos.

Una calle de San Basilio de Palenque.

"Escuchábamos música tradicional que ni sabíamos de dónde venía porque los dueños de los picós, cuando traían un nuevo disco, le rallaban la carátula para que nadie supiera quién lo cantaba y no le copiaran". Así se creaba la exclusividad del sonido y las fiestas de los picós pasaron de ser algo popular a tener un cariz comercial por la gran afluencia masiva de gente que tenían, sobre todo en los barrios periféricos de las capitales caribeñas.

El festival de música del Caribe marcó un antes y un después. El del año 82 se celebró en Cartagena de Indias y todavía se recuerda como "la rumba más grande de la ciudad". Cambió los mapas de la historia y acercó la región más todavía a Jamaica. Trajo "la magia de esos músicos de origen africano que crecimos escuchando", recuerda Louis.

"El nombre de la champeta se lo puso el pueblo"

La Cartagena de los años 70 vivía del mar antes que del turismo americano. Cartagena hoy es el cuarto destino sudamericano preferido por los turistas, sobre todo por los propios colombianos,  según TripAdvisor, por delante de Montevideo o São Paulo.  Todavía hoy guarda esa doble cara plagada de diferencias entre el centro y los barrios periféricos como Olaya Herrera, donde el propio alcalde de Cartagena reconoce que por allí no se le ve el pelo. En esos barrios sigue habitando la parte que se quiere tapar bajo montones de dólares y postales de la paradisíaca playa de Barú, que son las familias de pescadores y pequeños comerciantes de plátano, yuca, ñame o pescado tanto callejeros como los que venden en mercados pintorescos y poco recomendados para el turista a partir de las 4 de la tarde, al estilo del mercado de Bazurto. 

"Nosotros somos la única música viva en Cartagena y casi en el resto de la costa. Todos los jóvenes quieren ser cantantes de champeta"

Su tiempo para el ocio, a mediados de los años 70 —y también ahora— era escaso y como no podían permitirse ir a bares o discotecas, se empezaron a popularizar las fiestas callejeras gracias a los picós. Muchos de esos comerciantes acudían con su champeta agarrada en la pretina, que era el cuchillo que utilizaban para cortar el género en el mercado y que también les servía para arengar las posibles peleas que se produjeran. Así se empezó a usar la palabra champetudo como un insulto y corrió como la pólvora la mala fama de estas fiestas populares clandestinas. por las reyertas que con frecuencia se desataban.

Con el tiempo, el cuchillo dio nombre a todo un movimiento sociocultural. "Nuestra música se sigue discriminando mucho y se nos sigue acusando de violentos, viciosos o delincuentes; no se tiene en cuenta que en cualquier espacio donde se aglomera público sin presencia de la ley puede pasar cualquier cosa". Louis también denuncia que las autoridades, desde el principio, se dedicaron solo a "echar mugre" en vez de buscar soluciones. Incluso el alcalde de Cartagena la prohibió en 2002: había que bajarle el volumen porque desoía otros ritmos y además tenía demasiada carga sexual tanto en las letras como en la forma de bailar. "Y el tango, el bolero, la lambada, ¿no son sexuales también? Además, sin sexo no hay vida. Hay que bailar la champeta para saber hasta dónde es sexual", sugiere.

Un niño toca el tambor en San Basilio de Palenque

"Sin champeta entendemos que no somos nada. Es un elemento identitario para nosotros". Así lo viven las nuevas generaciones costeñas nacidas en los ochenta. Para la bogotana con raíces cartageneras Nataly Fandiño, la champeta es "erotismo y sensualidad", incluso "un patrimonio de los habitantes de Cartagena", dice Ana María Correa, comunicadora social de la región de Antioquia. Según Andreiza Anaya, periodista de la radio pública colombiana, "la champeta para el cartagenero de a pie es la resistencia. Suena a mercado de Bazurto y a barrios populares como Olaya, La María, San Francisco o Fredonia. Es una raíz de la africanía fortalecida a partir de los procesos identitarios de todos esos barrios populares". Sigue gustando y emocionando a muchísima gente, como el propio Louis: "La champeta para mi es pasión, es fuego en las venas, es algo que me prende".

El fenómeno social ya es imparable y la champeta se baila tanto en las discotecas pijas como en las calles. "Nosotros somos la única música viva en Cartagena y casi en el resto de la costa. Todos los jóvenes quieren ser cantantes de champeta". Las tornas han cambiado porque consiguieron convertir en música un fenómeno social, ponerlo bonito y subirlo a un escenario, no sin críticas. Lo mejor del nombre es que no se lo inventaron músicos emblemáticos como el propios Louis Towers: "El nombre se lo puso el pueblo".
Y la calle parió un género.

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