Este artículo se publicó hace 12 años.
"La codicia funciona"
Costa-Gavras se une con su nueva película, 'El capital', a la nómina de títulos que han retratado el sucio mundo de los negocios. La gran industria de Hollywood, paradójicamente, ha financiado muchos de ellos
El retrato de un arribista que hace Costa-Gavras en su nueva película El capital es, aunque en tono satírico, despiadado y, desgraciadamente, muy real. La historia que ahora cuenta este comprometido cineasta se une a la nómina de películas que han retratado los salvajes métodos del mundo de los negocios y las finanzas.
"La codicia funciona" sentencia Gordon Gekko (Michael Douglas) en la película Wall Street (Oliver Stone, 1987). Este frío especulador sin escrúpulos soltaba tranquilamente algunas de las frases más espeluznantes de las que se han oído nunca en el cine. "Lo que importa es el dinero, el resto es conversación" o "cuando trates de dinero, controla tus emociones" encajan perfectamente con las célebres "le haré una oferta que no podrá rechazar" (Vito Corleone a Johnny Fontane) y "no es personal Tom, solo negocios" (Michael Corleone a Tom Hagen). Son palabras que destilan la esencia feroz y despiadada del mundo de los negocios, un universo que ha quedado magistralmente retratado en el cine, donde habitualmente no sale bien parado. Lo paradójico, por supuesto, es que la mayor parte de estas historias han nacido dentro de una de las industrias más potentes del planeta, la industria del cine de Estados Unidos.
De la misma manera que el ultraconservador Rupert Murdoch permite que día a día, desde hace más de veinte años, los irreverentes capítulos de la genial serie Los Simpson ataquen sus métodos, sus convicciones ideológicas y, especialmente, sus desalmadas estrategias de negocio -todo sea por la pasta-, la industria de Hollywood se inclina ante cualquier buena idea, incluso aunque en ella se encierre una crítica certera de su propia naturaleza, con tal de que pueda sacar de ahí unos cuantos dólares. La otra cara de la moneda, la que retrata las consecuencias y la situación de las víctimas de estas malignas maniobras empresariales, ha quedado casi invariablemente, aunque con alguna notabilísima excepción, en manos de cineastas europeos.
Desde los clásicos del cine norteamericano a las producciones más modernas, la industria de Hollywood también ha sacado tajada de sus propias miserias.
LOS CLÁSICOS
El Padrino (Francis Ford Coppola, 1972).- Más allá de la grandeza de esta trilogía de Francis Ford Coppola, las tres películas sirven de manual de instrucciones para el negocio perfecto, el más rentable, controlado, sólido y perdurable. La primera y segunda entrega, consideradas dos de las más grandes películas de la historia, dejan clarísimo cuáles son los métodos más eficaces -suelen coincidir con los más brutales- para prosperar y mantener acobardado al enemigo. La tercera película riza el rizo cuando Michael Corleone se afana en cubrir con un barniz de legalidad todo su imperio y para ello encuentra un magnífico aliado en el Vaticano.
Margin Call
Ocho Oscar conquistó Elia Kazan con La ley del silencio (1954), crónica de los métodos mafiosos que utiliza el jefe de un sindicato portuario para explotar a los estibadores de los muelles neoyorquinos. Terry Malloy, un inmenso Marlon Brando, representaba al trabajador arrepentido, al que el cura del barrio intenta disuadir para que cuente todo lo que sabe. "¡El amor al dinero maldito! Y para vosotros el amor al dinero es más importante que el amor al prójimo", le decía el padre Barry.
Con mucho más humor se acercó Billy Wilder al mundo de las grandes empresas con Un, dos, tres (1961), con la complicidad de James Cagney en el papel de C.R. MacNamara, un ávido empresario de Coca-Cola en Berlín Occidental, ansioso por introducir la marca de refrescos en la URSS.
Roman Polanski mostró hasta dónde llega la codicia en Chinatown (1974) y cuántos cadáveres puede esconder un gran negocio inmobiliario. Y Oliver Stone se despachó a gusto con el mundo de las finanzas en Wall Street (1987), protagonizada por el mencionado Michael Douglas encarnando al implacable Gordon Gekko.
LAS EXCEPCIONES
EE.UU. ha financiado también algunas películas que desde la ficción denuncian el bárbaro mundo empresarial. Frank Capra lo hizo con La locura del dólar (1932), donde, sin renunciar a su irremediable optimismo, convirtió en malvados a los accionistas de un banco, acosadores del protagonista, Thomas Dickson, un director de una sucursal que tiene un trato amable con los clientes, a los que intenta ayudar, y al que exigen que sea más restrictivo.
Impagable es el retrato que hizo Chaplin en Tiempos modernos (1936) de las condiciones de los trabajadores en la época de la Gran Depresión. Hoy muchos obreros se reconocerán inmediatamente en el protagonista, un hombre que trabaja en una cadena de montaje y que ante el ritmo frenético de ésta pierde la razón. De parte de las víctimas se puso también John Ford con ¡Qué verde era mi valle! (1941), donde contaba los problemas de una familia de mineros galeses y donde ofrecía una visión de la fuerza sindical en los conflictos laborales. "Ustedes pretenden ser los pastores del rebaño y sin embargo permiten que éste viva en la miseria y en la pobreza", decía un personaje de esta película, que le arrebató el Oscar a Ciudadano Kane. Martin Ritt se inspiró en un caso real, el de Crystal Lee Sutton, en "Norma Rae" (1979), para apoyar también la lucha sindical.
James Foley, siguiendo el lúcido texto teatral de David Mamet rodó Glengarry Glen Ross (1992), una película ácida y genial, ambientada en una agencia inmobiliaria de Chicago en la que se provoca una competencia guerra cruel entre los empleados. El que más venda ganará un Cadillac y el que peor lo haga, será despedido. Muchos grandes quisieron participar de este proyecto, entre ellos, Al Pacino, Jack Lemmon, Ed Harris, Kevin Spacey, Alan Arkin y Alec Baldwin. Y Pacino se puso también al frente de El dilema (1999), de Michael Mann, donde interpretaba a un productor de televisión que se lo juega todo para destapar el gran fraude de las millonarias tabacaleras americanas.
EL CINE DE HOY
El siglo XXI no ha abandonado estas historias, más bien, ha visto cómo proliferan a consecuencia de la crisis y sus albores. Paul Thomas Anderson representó con brillantez la avaricia y la ausencia de ética y escrúpulos de los magnates en There will be Blood (2007), que aquí se llamó "Pozos de ambición" y que era una adaptación de la novela "Petróleo", de Upton Sinclair. Con dinero británico y de EE.UU. Woody Allen hizo un ingenioso dibujo de la ambición en el mundo de los negocios en Match Point (2005), mientras que Jason Reitman apostó en Up in the Air (2009) por presentar la forma en que las empresas despiden hoy a sus empleados contando con los servicios de expertos en semejante tarea. George Clooney era el indeseable especialista, al que, ¡cosas de Hollywood! finalmente le salvaba el amor.
Mucho menos condescendiente fue David Fincher en La Red Social (2010), donde aprovechando la vida de Mark Zuckerberg, creador de Facebook, definía moralmente toda esta década. Años de estafas y abusos que J. C. Chandor explica en Margin Call (2011) con los acontecimientos ocurridos en un banco de inversiones durante las 24 horas previas al inicio de la crisis financiera de 2008.
Fuera de la ficción ha habido muchas producciones estadounidenses que han decidido aclarar la realidad de esta crisis. Dos títulos sirven de ejemplo, Inside Job (2010), de Charles Ferguson, y Capitalismo, una historia de amor (2009), de Michael Moore, que ya con su primera película Roger & Me (1989) se había ocupado de destapar la inmoralidad de las grandes empresas.
El ladrón de bicicletas
FUERA DE ESTADOS UNIDOS
Aunque con las excepciones mencionadas, las películas que se han ocupado de denunciar las consecuencias de la voracidad empresarial y de las crisis han sido esencialmente europeas. Con la emblemática e insuperable Ladrón de bicicletas (1948), de Vittorio De Sica, a la cabeza, los títulos son muchos. Si en aquella, al desgraciado obrero le robaban su bicicleta, que necesitaba para poder trabajar, en Lloviendo piedras (1993), de Ken Loach, al protagonista le afanaban la camioneta. El tono era completamente distinto en la francesa Louise-Michel (2008), en la que Benoît Deléphine imaginaba la reacción de las trabajadoras de una fábrica al descubrir que la dirección ha huido. ¿Qué mejor destino para el poco dinero que tienen que el de contratar a un sicario que le pegue un tiro al dueño? Y muy recientemente, Robert Guédiguian apostó por la solidaridad obrera en Las nieves del Kilimanjaro (2011).
España también tiene producciones propias que se han ocupado del mundo de los negocios, de las condiciones laborales, de las estratagemas de las empresas y de las víctimas de éstas.
Javier Bardem, en Los Lunes al sol
J.D. Wallovits y Roger Dual reflexionaban sobre la cobardía y el miedo que paraliza a muchos trabajadores en Smoking Room (2002). El mismo año Fernando León de Aranoa estrenó Los lunes al sol, protagonizada por los trabajadores despedidos de los astilleros después de la reconversión industrial. En la tristeza de sus vidas hay tiempo para la ironía, así uno le cuenta a otro una historia rusa que dice: "Dos camaradas viejos de partido se ven y uno dice a otro: ‘¿Has visto? Todo lo que nos contaban del comunismo era mentira'. Y otro dice: ‘No es peor cosa. Peor cosa es que todo lo que nos contaban del capitalismo era verdad'". Y Marcelo Pyñeiro hacía su particular retrato de la economía global en el mundo capitalista en El método (2005), donde el espectador asistía a la lucha despiadada entre los siete aspirantes a un alto puesto ejecutivo mientras en la calle miles de personas se manifestaban ante los ojos expectantes de los antidisturbios.
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