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Un escritor en el colegio

La presencia de Delibes en la escuela pública enseñó a todos un país injusto

PEIO H. RIAÑO

La memoria lectora de la escuela a la que pertenezco tiene forma de bolsillo y es dura como una piedra incómoda en un campo de labranza. Si no engaño a la memoria, allí hay un maestro, Marcelino, que un año habló, sobre todo, del San Manuel bueno mártir, de Unamuno, y El camino, de Miguel Delibes.

Aquel profesor con manos de campo que hablaba con ternura de estas novelas había salido de una de ellas. Pero eso todavía no lo sabíamos. Leímos aquellos libros y avanzamos años más tarde con Las ratas, Los santos inocentes y El disputado voto el señor Cayo. Como él había participado en cada una de ellas, o eso quiero creer ahora, hizo de la desolación y del servilismo de los personajes, el motivo de atracción de los libros de Delibes.

Las portadas de aquellos libros de la editorial Destino son partes en las que la memoria no admite la traición. Veo todavía la ilustración de El disputado voto del señor Cayo, que dibuja las casas rojas, unidas unas a otras sin fisura, con una gran entrada al pueblo, ligado a un vasto campo pardo. Tras esa imagen plana, una historia sencilla, nítida y cruda, en la que los pobres eran los bienaventurados por soportar el peso de las lápidas de una España de abuelo.

Uno se perdía en el sonido añejo de los nombres de sus personajes, secos como sus paisajes

El país que se asfixiaba por religión, política y moral, en paisajes áridos sin esperanza para la esperanza. De ese lugar llegaba aquel maestro que, como el autor había recorrido calles, plazas, comercios, para olvidarse, aparentemente, de la literatura. Aquellas vidas eran de verdad, como la de Marcelino, el otro personaje que Delibes había colocado al frente de las clases del colegio.

La clase aprendió que cuando viejo, uno se llena de sabiduría que no le va a servir para nada si tiene que soportar el odio del poder; que la nobleza es el único camino para respetar la dignidad del otro, aunque llegará un momento en el que tendrá que traicionarla; que el hombre se llena de paisanos y paisajes que no pierde, a pesar de las durezas del cinismo.

La clase supo que el mundo que miraba Delibes estaba estropeado, que el olor de las sábanas recién lavadas apenas dura un instante. Somos porque sobrevivimos, se lee bajo las líneas del autor de La sombra del ciprés es alargada, con las fatalidades que les hace pasar a sus personajes... muchas padecidas en carne propia. Lo narrado y lo vivido, lo mismo.

La clase supo que el mundo que miraba Delibes estaba estropeado

Con Delibes aquella escuela en la memoria aprendió que la lectura no es más que un bálsamo que no remediará nuestra soledad, ni nuestro dolor, pero que ayudará a seguir arrastrándonos como supervivientes de un destino en ascuas. Las mismas palabras que nos avisan de lo que vendrá, son las que nos sanan lo que ha pasado.

El olor a credibilidad, la supuesta naturalidad, era tan real e inmediata como las tripas de los periódicos, que son las que dan el tono de época en las novelas. Las tripas y las confesiones del autor que sacaba a pasear a sus perros y pájaros de cuenta al campo, mientras ponía el oído a la injusticia. Que alguien salga de caza mientras piensa en las miserias de los hambrientos, es un prejuicio que reconozco que todavía no he podido superar. De esos paseos me quedé las botas, el barro y los libros. Armas cero.

Jamás imaginaría a Marcelino, su personaje real, nuestro maestro, soportando un arma y participando de la destrucción a la que se someten las dos Españas en las novelas de Delibes, pero a fin de cuentas, él también es descendiente de todo aquello. Y nosotros leímos de la barbarie y el conflicto por primera vez en las palabras sin adornos de nuestro Kapuscinski de meseta, un Pla castellano. Uno se perdía en el sonido añejo de los nombres de sus personajes, tan secos como sus paisajes. Paisanos con roca. Régula. Quirce. Azarías. Cipriano. Me imagino a Delibes hurgando en la sección de necrológicas y esquelas del diario El Norte de Castilla, en el que trabajaba desde hacía cinco años cuando le dieron el Nadal por La sombra del ciprés es alargada, a los 26 años de edad. En los setenta dirigiría el periódico.

La vida que trajo en la mano aquel maestro de la memoria en primaria era exacta, sin trucos ni magias, sin escapatoria. Amarga, pero merecedora de ser leída tal y como la escribió un señor de verde.

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