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Franco persiguió a momias y vampiros

Un libro analiza los motivos de los censores y sus problemas para juzgar los filmes de género fantástico

CARLOS PRIETO

Se abre el telón y aparece la siguiente reseña: 'Extraño y extravagante relato, absolutamente amoral, con escenas de crudo realismo, una de ellas pornográfica, todo ello demoledor y deprimente'. ¿Cómo se llama la película? ¿Sodoma y Gomorra? No. ¿Sueca bisexual busca semental? Tampoco. La respuesta correcta es Desayuno con diamantes (Blake Edwards, 1961).

Se preguntarán cómo es posible que la historia protagonizada por la delicada Audrey Hepburn pudiera provocar semejantes calificativos. La respuesta tiene que ver con la tosecita de Francisco Franco: cuenta la leyenda que cuando el generalísimo veía una película, expresaba su desagrado hacia ciertas escenas con una imperceptible tosecilla. De que la tos del caudillo no desembocara en bronquitis o ataque de ira se encargaba un ejército de censores, que formaron 'una de las maquinarias más implacables, extensas y arbitrarias del siglo XX', como cuenta Alberto Gil en La censura cinematográfica en España (Ediciones B, 2009).

Tarzán fue acusado de sodomita y Drácula era para «deficientes»

El ensayo arroja nueva luz sobre el asunto al reproducir extensamente los informes de los censores que agrupados y vistos con la perspectiva del tiempo vienen a formar una guía moral del cine del siglo XX que bascula entre el disparate y el humor involuntario.

Los enemigos de la patria y los amigos del libertinaje aparecían en las películas más insospechadas a ojos de la censura. Analicemos, por ejemplo, la acogida de La gran aventura de Tarzán (John Guillermin, 1959). Bajo la fachada de un filme familiar de aventuras, se escondía en realidad una espeluznante fantasía gay. 'La admiración física hacia el arquetipo masculino puede dañar psíquicamente a los adolescentes poco diferenciados, acentuando su complejo de timidez o de angustia sexual, desviando peligrosamente su atención de la sexualidad femenina', escribió un censor.

La serie B era un género que debía «evitarse» a toda costa

El exceso de celo y la arbitrariedad también se llevaron por delante películas como la mexicana La ambiciosa (Alfredo B. Crevenna, 1955): 'Gestación y parto de un conyugicidio. Desarrollo impúdico y pegajoso. No hay la menor posibilidad de poder autorizar este engendro cinematográfico.

Todo el clima de la película es sucio, inmoral y de la peor ralea. Inadmisible y lamentable'. La francesa La verdad está prohibida (Robert Hossein, 1961): 'En el ambiente receloso y sombrío de una soirée, concurren una serie de personajes, hombres y mujeres, moralmente tarados todos ellos'. O la italiana Seducida y abandonada (Pietro Germi, 1964): 'Los personajes que representan el bien, son feos, gordos, sucios, desdentados, se hurgan las narices y las orejas'.

Hurgarse las orejas, un motivo tan razonable como cualquier otro para prohibir una película. Visto que los criterios eran bastante extravagantes, era inevitable que surgieran discrepancias entre los censores, como sucedió con La hora final (Stanley Kramer, 1959), una historia sobre un holocausto nuclear protagonizada por Gregory Peck.

Las dudas de la censura provocaron la intervención del consejero de Información de la Embajada de España en Washington, que exigió que se mantuviera la prohibición del filme en una hilarante misiva enviada al director general de Cinematografía: 'Los personajes, al saber que se acerca el momento en el que han de morir por causas irremediables, consecuencia de la explosión de bombas atómicas, y de la consiguiente radiación letal, deciden suicidarse colectivamente sin entrar en consideraciones morales o religiosas y entregándose a la borrachera y al amor libre en vez de rezar y encomendar sus almas a Dios'. Una vergüenza, vamos.

Pero el delirio total y absoluto llegó al juzgar las películas de terror y serie B, cuyas fantasiosas y disparatadas tramas eran interpretadas literalmente. La incapacidad para diferenciar entre realidad y ficción se hizo palpable tras el visionado de la oscarizada El difunto protesta (Alexander Hall, 1941).

La obra narraba en clave de comedia la vida de un boxeador que muere antes de tiempo y al que un ángel adjudica un nuevo cuerpo, pero al censor eclesiástico no le hizo ninguna gracia. 'Ridícula desde bajo el punto de vista moral. Se admite la metempsicosis, reencarnaciones y adaptación de cuerpos. Por su extrema fantasía, debería prohibirse'.

Y, claro, si una comedieta con reencarnaciones no era bien recibida, cómo iba a serlo una cinta protagonizada por criaturas tan poco cristianas y españolas como los hombres lobos, los vampiros y las momias. El hombre lobo (George Waggner, 1941), protagonizada por los míticos Lon Chaney y Bela Lugosi, fue calificada de 'mezcla tan burda de superstición y religión que no parece admisible'.

Drácula (Terence Fisher, 1958) era una obra para 'deficientes mentales', que debía prohibirse por 'morbosa' y por ser un 'peligro para los psicológicamente débiles'; además, por supuesto, de por 'fomentar un género que debe evitarse'.

La paranoia contra el cine fantástico tocó techo con la mexicana La momia azteca (Rafael Portillo, 1957), vapuleada por tres censores al unísono. 'Siembra de confusión y errores para las masas sin cultura, que son la mayoría'. 'Propia del infantilismo cultural de los mexicanos. La tradición religiosa azteca se trata torpemente con arreglo a las prácticas de las ciencias ocultas. Es un disparate para públicos indios, a base de reencarnación, transmigración y otras zarandajas. No es que la crea nociva, es que la creo imbécil y para públicos analfabetos'. Vamos, que no les gustó.

 

 

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