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¿Es Grace Jones un ser humano?

Jones es de las que pide foco, no se arruga y sabe que el peso es todo suyo

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Un fenómeno de la naturaleza, sí. Pero ¿De qué naturaleza? Si consultan fuentes, la pantera de Jamaica nació en 1948 o en 1952, una de dos. Pueden sacar cuentas, pero da igual: quedó claro que para tasar a Grace Jones, el tiempo no sirve.

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Se abrió el telón y sonaron los primeros compases dub de Nightclubbing: gélidos y, sin embargo, capaces de emputecer el ambiente en un soplo. El sonido era espeso, profundo y nítido. Y apareció el fenómeno. Grandilocuente y rocosa, encima de una plataforma, con body negro.

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A fallback.

Tocada con antifaz y cuernecillos con luces, la que fuera musa de Warhol confirmó su imagen de ser ultraterrenal y ridiculizó de un plumazo las dos preguntas que volaban por la nave del Sónar noche: ¿Cómo estará físicamente? y, ¿por qué el retraso de 45 minutos?

Horario y edad son términos groseros en manos de una estrella que sigue fresca y enérgica, como cuando amenizaba las noches neoyorkinas en Studio 54. Heroína posmoderna en el sentido más académico, continuó con This is de su vuelta tras 19 años de silencio discográfico, Hurricane. La herencia jamaicana, crionizada en una suerte de reagge futurista que da de lleno con un concepto universal de estilo, sirve aún de base en sus nuevas canciones. Las intercaló, y no quedaron lejos de sus joyas de los 80. Apenas se notaba la diferencia.

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Lo demás, todo hits. Jones es de las que pide foco, no se arruga y sabe que el peso es todo suyo. Sólo le falta rugir, pero mantiene su animalismo a raya y su ferocidad resulta resbaladiza, sofisticada. Sólo con cambiar de sombrero, inauguraba un nuevo número. Con My Jamaican Guy, el escenario ya era un principado regido por leyes propias: las de un monstruo que concibe el espectáculo en mayúsculas y en cada canción.

Su música tiene mil asideros, casi todos con un enlace hacia la marca cultural Sónar. Tenemos dub y ragga helado, tan avanzado e híbrido como la misma imagen del festival. Tenemos disco, gay body music neoyorkino, puro downtown. James Murphy, de LCD Soundsystem pinchó después y pidió cuatro aplausos más para ella.

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También desborda en la elegancia chic 80s del Bowie de Lets dance, o de los inicios de Roxy Music. En la teoría musical, ambos podrían caber en el cartel como antecedentes. Precisamente con Love is the drug, de Brian Ferry, Grace Jones expresó su grandeur con total economía de recursos. Un haz de luz iluminaba su sombrero de espejos. Nada más, todo a oscuras.

Aparte de mantener propiedades que la ubican en lo alto de un festival de música avanzada, Grace Jones reinventó el cabaret. Es más Dietricht que Madonna. Tocó su perversión de La vie en rose jugando con una barra de stripper e invocó a Piazzola en su lectura del libertango Ive seen your face before.

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En una versión expandida de Pull up to the Bumper, bajó al foso y, ayudada por el equipo de seguridad, invitó a las primeras filas a subir a bailar. Hasta que el escenario no estuvo abarrotado, no paró.

Antes del bis, acabó con Slave to the rythm. La interpretó entera bailando con un hula hoop fucsia que le sentaba como un modelito más y despidió a sus músicos, aunque no recordaba sus nombres. Si el divismo es diferencia y soberanía, aura y fotogenia, aplomo y capacidad para entretener en cada inflexión, no se hable más: Grace Jones será una eterna diva de ópalo negro, un regalo para las cámaras sin dejar de ser un desafío para los oídos. Portentosa de verdad.

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