Este artículo se publicó hace 12 años.
La herencia de Chaplin, en ‘El dictador' de Sacha Baron Cohen
El cineasta se ríe de un líder totalitario inspirado en Gadafi en su última película.
María José Arias
El irreverente Sacha Baron Cohen vuelve a la carga. Tras poner patas arriba a la sociedad estadounidense con Borat y al mundo de la moda con Bruno, ahora le ha tocado el turno a los regímenes totalitarios. Merced a El dictador, el cómico británico se suma a la lista de dictadores (parodia, ficción o biopic) que han poblado el cine a lo largo de los años. Con una temática así, y siendo la de Baron Cohen una disparatada comedia, resulta (casi) inevitable mencionar a la mejor crítica que se ha hecho en el cine de las dictaduras. Aquella que firmó en 1940 Charles Chaplin, El gran dictador, y que resiste incólume al paso del tiempo.
Más de siete décadas separan a una película de la otra. No pueden compararse al mismo nivel ni se puede intentar demostrar que una es mejor que la otra porque, sencillamente, juegan en ligas diferentes y no sería justo para ninguna de las dos. Pero, pese a sus evidentes diferencias, que son muchas, hay una línea invisible que las une. Y es que lo de poner en evidencia los sinsentidos de una dictadura y ridiculizar al líder supremo ya lo hizo Chaplin mucho antes que Baron Cohen, quien toma prestados de El gran dictador algunos recursos recurrentes en el mundo del cine. La de Chaplin era una película de la época, en blanco y negro y con los gags propios de aquel entonces (sartenazos en la cabeza y caídas tontas por las escaleras incluidos). Una crítica tan mordaz como inteligente que, sin mucho disimulo, caricaturizaba a Hitler y toda la ideología y simbología nazi. Nunca hubo duda de que detrás de Hinkel, su bigote y las dos cruces de la bandera de Tomania se escondía ese dictador alemán que tenía sumida a Europa en la II Guerra Mundial. Estados Unidos aún no había tomado parte en el conflicto y El gran dictador llegaba a los cines.
El film de Sacha Baron Cohen cae en lo vulgar y en los gags gamberrosChaplin retrató con tanta sensibilidad como humor la persecución a la que los nazis sometieron a los judíos. La escena en la que la protagonista femenina es bombardeada con tomates es de una violencia extrema sin necesidad de agredir visualmente al espectador con fuego y sangre. Chaplin se sirvió para este trabajo, como en tantos otros, de un humor sencillo, pero directo. Con un discurso muy claro y una alocución final del barbero usurpador que aún hoy sigue poniendo los pelos de punta. Y hasta eso toma prestado Sacha Baron Cohen de El gran dictador, que acaba (y no se desvela nada diciéndolo) con un discurso de Aladeen sobre la democracia.
En el caso de Baron Cohen, el personaje real tomado como modelo es el de Gadafi, con todas sus extravagancias incluidas. Como en El gran dictador, la que se estrena esta semana cuenta con una historia de amor de por medio, un mandamás relegado al anonimato por un equívoco y un doble que usurpa su lugar. Y hasta aquí llegan las coincidencias. Porque en realidad, más allá de esta capa superficial, El gran dictador y El dictador no tienen nada que ver. No solo porque les separen tantas décadas o porque el argumento transcurra por diatribas diferentes.
Lo que les diferencia más allá de que una sea en blanco y negro y la otra en color (evidente) es el tono del discurso. El de Chaplin es limpio, sencillo y eficaz. Consigue transmitir su mensaje con pocas palabras y con un sentido del humor que hoy en día sigue vigente. Al otro lado, Sacha Baron Cohen se mantiene en su estilo habitual, mordaz al tiempo que soez. Y es que aunque por momentos El dictador tiene destellos de lucidez y una crítica inteligente (para leer entre líneas sin demasiado esfuerzo, todo sea dicho) acaba cayendo en lo vulgar y en los gags propios de la típica comedia gamberra.
Un ejemplo de la diferencia en el tono de El gran dictador y El dictador lo dan los discursos de sus personajes. "La democracia huele mal. La libertad es detestable. La libertad de palabra es censurable", proclamaba un Hinkel totalmente convencido de que lo que decía era la verdad suprema. "Apoyo la libertad de prensa, las elecciones y la igualdad de derechos para la mujer. (Risas) No me lo creo ni yo". Así habla Aladeen a su pueblo, un dictador con aires de vedette.
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