Este artículo se publicó hace 16 años.
Infancias robadas en Argentina
La dictadura de la Junta Militar argentina (1976-83) abrió un cruento periodo de represión, secuestros y desapariciones
A comienzos de 1976, el gobierno de Isabel Perón se tambalea. El temido ruido de sables acorrala a la democracia argentina, que vive sus peores momentos producto de la crisis del petróleo y la generalizada violencia política interna. Finalmente, el 24 de marzo, una Junta de comandantes disuelve el Congreso y retiene a la presidenta en Neuquén, inaugurando uno de los periodos más oscuros y vergonzosos de la historia de este país.
Con el Proceso de Reorganización Nacional, la dictadura militar, encabezada por Jorge Rafael Videla, instaura un régimen de represión que incluirá detenciones, secuestros y torturas sistemáticas. Es el denominado proceso de la guerra sucia. Tras el golpe, se suspende toda actividad política; las huelgas son prohibidas y se censuran los medios de comunicación. La quema de libros y revistas catalogadas como subversivas se convierte en algo cotidiano. En nombre del orden, todo está permitido.
Secuestros y reclusiones
La impunidad se materializó en el mecanismo de la desaparición. Los sospechosos de formar parte de la oposición al régimen eran secuestrados y recluidos en centros clandestinos. Incluso los hijos de los opositores a la Junta, corrieron suertes paralelas a la de sus padres. Fueron adoptados por familias afines al golpe militar, y jamás regresaron a casa.
Sin ninguna garantía legal que los amparase, los disidentes se encontraban a merced de sus captores. La efectividad del sistema y sus instrumentos se muestra en las escalofriantes cifras de víctimas: en 1984, la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas admitió 9.000 desaparecidos. Para las organizaciones pro-derechos humanos, el número asciende a 30.000, además de unos 50.000 exiliados. Sin embargo, la rueda represiva no se paró ahí. La política de persecución directa a la oposición se extendió a su descendencia.
Para evitar que en el futuro las nuevas generaciones se enfrentaran a los secuestradores de sus padres, el rapto de menores se convirtió en un acto ordinario. Los arrancaban de sus familias y los mantenían "limpios de influencias subversivas" tras enviarlos a un entorno afín a la dictadura, asegurándose así la eliminación de su identidad y los lazos con el pasado. Resulta difícil concretar el número de niños que lo sufrieron, pero gracias a los testimonios de supervivientes, se estima en unos 500.
Impunidad para los culpables
Con la llegada de la democracia en 1983, el nuevo presidente, Raúl Alfonsín, tomó medidas para investigar los crímenes. Sin embargo, el sistema judicial no consideró sistemático el robo de menores y la acción penal no alcanzó a los culpables. Ante la impunidad y el desamparo de las víctimas, fueron las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo las encargadas de esclarecer la verdad, perseguir a los culpables e identificar y localizar a los niños alejados de sus familias.
Para esta organización, no fue suficiente juzgar a los militares responsables de la apropiación de niños. Fueron los colaboradores, en apariencia secundarios, quienes sostuvieron estos actos. Esto es, los jueces que entregaban a los menores conociendo su procedencia; los médicos que atendían partos en centros de detención y borraban a los niños de identidad; y las familias que adoptaban sin hacer preguntas.
Hoy, el hallazgo de tumbas de desaparecidos es una realidad desde 1983 y la lucha de las Madres continúa. La herida aún está por cicatrizar.
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