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El miedo a la muerte

La abuela de un compañero del banco cumplió 107 años y esto fue un gran acontecimiento para todos, dentro y fuera de la sucursal

FERNANDO SAN BASILIO

La abuela de un compañero del banco cumplió 107 años y esto fue un gran acontecimiento para todos, dentro y fuera de la sucursal. El compañero nos contó que le habían dado un homenaje en la Junta de Distrito 'le han hecho un acto' y que alguien en nombre del alcalde le había entregado una placa. La sacaron en el programa Madrid Directo y fueron muchos reporteros a su casa, en la calle Doctor Esquerdo, y le tomaron fotos, le hicieron entrevistas y le preguntaron cuál era su secreto. A ella le gustaba decir que si había llegado tan lejos en la carrera de vivir era porque siempre había dormido con tres mantas, incluso en el mes de agosto, y todos lo daban por bueno. Esto me llevó a pensar que vivir tanto tiempo debía de ser una gran cosa, la gente te preguntaría cuál es tu secreto y tú podrías decir las ocurrencias más chocantes y todos se afilarían la barbilla y te darían la razón... Y entretanto vivirías. Vivir, morir. En aquella época yo dejaba de ser joven para siempre insisto: nunca más volvería a ser joven y, en recta lógica, se me metió en la cabeza un acusado miedo a la muerte y, con él, la duda de si aquella señora tendría o no razón, de si sería una impostora o no. Al fin, una tarde noche de jueves, después de una tormenta, el aire empezó a llenarse de besos blancos que resultaron ser polen y había llegado, ¡oh!, la primavera (luego llegaría, ¡ah!, el verano) y a mí se me ocurrió que, de todos modos, seguiría durmiendo con manta, con tres mantas, y un buen día cumpliría 107 años. Pasé mucho calor aquel verano, las noches eran un infierno pegajoso pero yo miraba el futuro con ojos centenarios. Veía cosas, las anticipaba. Pasarían los años y yo acariciaría la cabellera rizosa de mis nietos y biznietos, el ayuntamiento me haría un acto y me daría una placa, los reporteros me preguntarían cuál era mi secreto y yo, que con la edad habría penetrado el misterio del constante buen humor, me aclararía la garganta y luego diría:

- Duermo siempre con la luz encendida. ¡Ese es mi secreto!

De repente, yo no era yo, respetaba los semáforos y buscaba los pasos de cebra con un cuidado neurótico. El camino de casa al trabajo era un continuo sobresalto y la ciudad, con su tramoya de cláxones, frenazos, luces intermitentes y motores diésel, perdió todo encanto para mí

Sólo que un buen día, a la vuelta de las vacaciones de verano, entró en el banco aquel compañero con la noticia de que su abuela había muerto.

- ¿Y luego?, ¿y las tres mantas?

Las mantas no tenían nada que ver, era que la había atropellado un autobús de la Empresa Municipal de Transportes. Todo un suceso, pero esta vez quedó entre nosotros, los del banco, y no se dijo nada del asunto en Madrid Directo ni en ninguna otra parte. ¡Y qué mala suerte! Llegar a los 107 y que luego te atropelle un autobús. Tremendo traumatismo, explicaba mi compañero. La vida era en sí misma un fabuloso disparate. El resultado, por lo que a mí respecta, fue un miedo atroz, primitivo, preindustrial, a los autobuses, y muy particularmente a los de la Empresa Municipal de Transportes. No podía dar un paso por la calle sin acordarme de la abuela de las tres mantas y los 107 años y me crujían los huesos sólo de pensar en el morro de aquellos autobuses monstruosos, agentes de la fatalidad. De repente, yo no era yo, respetaba los semáforos y buscaba los pasos de cebra con un cuidado neurótico. El camino de casa al trabajo era un continuo sobresalto y la ciudad, con su tramoya de cláxones, frenazos, luces intermitentes y motores diésel, perdió todo encanto para mí. Dejé pasar un ciclo entero que la Filmoteca Nacional dedicaba al cine de finanzas y bancarrotas por el miedo mismo a cruzar la calle Atocha y, sobre todo, el carril bus de la calle Atocha. Me parecía que sólo estaba a salvo en el banco, al otro lado de la ventanilla, o en mi casa, pero ahora, por las noches, al padecimiento extraordinario del calor y las tres mantas, se sumaron ensoñaciones siniestras y, como aquello no podía llamarse vida, al fin me decidí a retirar una por una las mantas de mi cama y las guardé en el armario junto con mis sueños de longevidad y nombradía. Ya no me harían acto, ya no me darían placa. ¡Pero tampoco moriría atropellado por un autobús! Recuperé una cierta alegría de vivir, o al menos una mínima paz interior, y al principio estuvo bien porque, además, boqueaba el verano y, por las noches, una brisa preautumnal me acariciaba la espalda pero pronto, fastidiosa, ineluctable, cayó la hoja y las noches se fueron enfriando y yo, que al fin había perdido el miedo a los autobuses, ahora le había cogido miedo a las mantas y pasaba las noches en un ay, estremecido, rodeado de temblores. Fue un otoño primorosamente frío y yo me lo pasé entero tosiendo y sonándome las narices pero, al cabo, no me cabía otra, yo quería vivir, y a lo mejor escalar subir, subir, subir y verme un día de interventor, y de director de sucursal, triunfar y fracasar, formar una familia, disolverla todo eso y no quería saber nada de la muerte repentina y chocante contra los autobuses de la EMT. ¿Y si me moría de frío? ¿Qué sería de mí cuando llegara el invierno? El frío ya se ha dicho que llegó pronto y bien, porque Madrid es una ciudad importante y dura y definitiva donde sólo caben los extremos pero el invierno, formalmente, no llegó hasta el día mismo, la noche, en que salimos todos los del banco a celebrar que un año más, una vez más, era o iba a ser la Navidad. Las cenas de Navidad son difíciles de explicar, estás dentro o estás fuera, pero ésta tuvo el brillo de lo excepcional: fue el fin de una época para mí. Busqué la compañía del nieto de la mujer de los 107 años y hablé con él acerca de su abuela, de la longevidad, del sentido de la vida. Me dijo que su abuela había sido una señora muy infeliz, que su abuelo le había dado muy mala vida, que su pensión de viudedad era algo menos que miserable y que murió llena de achaques. Todas estas cosas no se las había oído yo a nadie hasta entonces y diría una gran mentira si dijera que aquello no me llenó el pecho de alegría. A mi compañero lo cubrí de besos, le cambié dos turnos de sábados por dos tardes de jueves y luego bebí todo lo que se me alcanzó. ¡Arriba los corazones! También me dijo mi compañero que aquello de las tres mantas era una pequeña gran mentira, una broma que la abuela quiso gastarle a los reporteros y a la posteridad porque aquella señora, después de todo, y dentro de su drama interior, era una gran bromista Aquella noche la terminé dormido en un banco, me refiero a un banco de la calle, porque no se dio la conjunción mágica de que mi llave y la cerradura del portal llegaran a encontrarse pero, en lo sucesivo, dormí con manta o sin manta, siempre según lo pidiera la estación, y los autobuses de la EMT volvieron a ser esas simpáticas orugas que me llevan a cualquier sitio, un placer barato y antiguo, y, por lo demás, el miedo a la muerte, mi miedo a la muerte, no desapareció sino que se extendió, como un gas, a los rincones más remotos de mi existencia. Ahora está en todas partes, que es como decir en ninguna. Uno nunca sabe.

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