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La mujer sin miedo

La actriz fue creciendo al mismo tiempo que la época dorada de Hollywood perdía brillo

EULÀLIA IGLESIAS

Con sus ojos azul profundo, Elizabeth Taylor contempló el auge y caída de Hollywood desde dentro. Cuando apenas tenía 10 años, la pequeña Liz apareció en una de las cintas infantiles más populares de la época, La cadena invisible (Fred M. Wilcox, 1943), al lado de otro conocido niño actor Roddy McDowall, aunque la verdadera estrella del filme era el perro Lassie. La niña prodigio consiguió no convertirse en un juguete roto más en las manos de los grandes estudios y fue creciendo al mismo tiempo que la época dorada de Hollywood empezaba a perder brillo.

Todavía adolescente se convirtió en una de las cuatro Mujercitas (Mervyn LeRoy, 1949) y en la protagonista de las dos entregas de El padre de la novia (Vincente Minnelli, 1950). Su papel en Un lugar en el sol (George Stevens, 1951), la adaptación del clásico de Theodore Dreiser Una tragedia americana, la salvó de encasillarse en los roles de jovencita encantadora y un poco cursi. De hecho, no tardaría en convertirse en el gran mito sexual de los cincuenta, versión morena. La rubia era, por supuesto, Marilyn Monroe. En el Hollywood postclásico, el erotismo cobró forma en las curvas rotundas que estas actrices exhibían sin remilgos.

La niña prodigio consiguió no convertirse en un juguete roto

Pero al contrario que la Monroe, condenada durante años a interpretar papeles de rubia de pocas luces, la Taylor apostó por dar vida a mujeres de fuerte personalidad que no se avergonzaban de ser sexualmente activas. Desde las Mae West o las Marlene Dietrich de principios de los años treinta, el cine norteamericano no había visto algo parecido. La Taylor fue la seductora ranchera de Gigante (1956), otra vez a las órdenes de Stevens, esa gata sobre el tejado de zinc (caliente) que maúlla porque su marido la tiene abandonada, la chica que en su ajustado bañador blanco sirve de cebo sexual a su primo gay en la más hermosamente enfermiza adaptación de Tennessee Williams, De repente, el último verano (J. L. Mankiewicz, 1959) o Una mujer marcada (Daniel Mann, 1960) por su trabajo como prostituta de lujo.

También la más decidida de las reinas egipcias. Desde el faraónico trono que le correspondía como Cleopatra (1963), Elizabeth Taylor observó cómo la 20th Century Fox se desmoronaba, casi literalmente, a sus pies. Concebida como una gran producción que tenía que salvar a la major de la amenaza televisiva, la cinta de Mankiewicz resultó uno de los fracasos más estrepitosos de la historia del cine. La Taylor (que se había embolsado un millón de dólares por el papel, todo un récord en la época) salió indemne y con marido nuevo del fiasco.

Esta felina de pelo negro y ojos azules encaró la década de los sesenta no como una estrella que empieza a declinar sino como una gran actriz que alcanza su plena madurez. No tuvo reparos en dar salida a su vena más histérica en el psicodrama ¿Quién teme a Virginia Woolf? (Mike Nichols, 1966) y se reafirmó como una madre soltera que vive satisfecha pintando en su humilde cabaña de la playa en Castillos en la arena (V. Minnelli, 1965). Reflejos en un ojo dorado (John Huston, 1967) fue la última obra maestra en la que participó. Nadie hasta entonces había humillado al mismísimo Marlon Brando. La Taylor le reprochaba su impotencia lanzándole el sujetador a la cara. Bravo, gata.

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