Este artículo se publicó hace 16 años.
¿Quién paga los platos rotos?
Amy Winehouse, aparentemente borracha, ofreció un show patético en Lisboa. El público, sin derecho a reclamar, es la gran víctima de las suspensiones en los festivales
Amy Winehouse ofreció un penoso espectáculo el pasado fin de semana en el festival Rock in Rio de Lisboa. Cuarenta minutos después de lo anunciado, la cantante se subió al escenario afónica y en aparente estado de embriaguez. Estaba previsto que tocara noventa minutos, pero finalmente duró poco más de cincuenta. El próximo 4 de julio actuará en el Rock in Rio Madrid. El festival ha pagado por ella, según se publicó en un periódico nacional, más de 550.000 euros. Visto lo visto, ¿lo vale? Las entradas cuestan 69 euros. ¿Lo vale? He aquí algunos ejemplos de mala praxis rockera donde sí, los que pagan los platos rotos somos tú y yo.
El rock is different. Su intrínseca primariedad posibilita un libre albedrío difícil de asumir en otros géneros musicales, por no hablar de otras artes. La falta de profesionalidad se pasa por alto. Muchos artistas han actuado borrachos o bajo el efecto de las drogas y han dado conciertos espléndidos. Pero, ¿qué pasa cuando el recital es un desastre? En el 99% de los casos, nada. Pero, ¿no tendrían derecho las 90.000 personas que vieron a Amy Winehouse en Lisboa a pedir una compensación por su lamentable espectáculo? Imaginen que van a un concierto de música clásica y la orquesta está cocida. ¿No se reembolsaría el dinero al público?
En el año 2005, Athur Lee, cantante de Love, actuó -o algo parecido- en el Festival Internacional de Benicàssim. "Salió muy pasado. Dio el concierto como pudo", explica Ernesto González, jefe de prensa del FIB. El espectáculo fue, según algunos asistentes, patético, pero ni el festival le regateó el caché establecido, ni el público reclamó una compensación. "El contrato decía que tenía que tocar una hora y tocó una hora. Aunque más bien tocó su banda, porque él llegó muy mal", explica Ernesto González. Pagó el público.
Cuando un festival contrata a un artista, el procedimiento habitual es que le pague la mitad del caché dos meses antes del evento y la otra mitad justo antes de ofrecer el concierto. Si el recital se suspende por motivos justificados que imposibiliten la actuación -lesión, enfermedad, colapso del transporte...-, entra en juego el seguro. "Se cubren los gastos de producción que se hayan ocasionado y la parte del caché que ya se haya pagado", explica un asegurador de festivales que prefiere no dar su nombre. El festival se cubre las espaldas, pero... ¿el público? Se queda sin el concierto.
Los divismos abundan en el mundo del rock. El artista no acude al festival y aquí no ha pasado nada. El caso más sonado -y frustrante- fue la suspensión de Morrissey en Benicàssim en 2004. Con la escenografía montada, con todo su equipo ya en el festival, a dos horas de la actuación la organización recibió una llamada desde Londres: "Morrissey no va". Alegó un ataque de pánico al subir al avión y acabó reintegrando el caché que ya había cobrado. Morrissey no llegó, pero sí los beneficios. "Por nuestra parte, devolvimos el dinero a los que tenían entrada sólo para ese día y reclamaron, que fueron unos cincuenta, aunque el festival no estaba obligado a hacerlo", explica Ernesto González. En el caso del FIB y de otros certámenes como el Primavera Sound, sólo hay derecho a devolución si el festival se cancela antes de su ecuador.
En ocasiones, es el festival el que no cumple las condiciones establecidas en el contrato. El Festimad lo vivió en sus propias carnes en dos ocasiones. En 1997, Suede canceló porque, atención, su nombre aparecía unos milímetros más pequeño que el del otro cabeza de cartel (Extremoduro, para más señas), cuando en el contrato establecía que deberían aparecer con el mismo tamaño. Cuatro años después, Limp Bizkit tampoco tocó porque el festival no disponía de la valla de seguridad que habían pedido. Gran parte de los asistentes habían acudido por esos dos conciertos. Pagaron, pero no recibieron.
ANÁLISISEl público debería saber que corre riesgos
Joan Vich Montaner
En 2004, con el escenario montado y todo su equipo preparado, Morrissey canceló su concierto en Benicàssim pocas horas antes de la actuación.
En las primeras filas, la gente lloraba de rabia y frustración. El caso no es único, pero sí fue sonado: recordemos que llevaba veinte años sin venir, y algunos de aquellos fans habían ido expresamente al festival para verle. Y todos sabemos que las entradas de los festivales no son baratas.
Pero, ¿cómo se valora el impulso subjetivo que lleva a alguien a ir a un evento con más de cien artistas programados para ver a sólo uno de ellos? En realidad, de ninguna manera: a diferencia de quien va a un concierto a una sala, el público que va a festivales sabe -o debería saber- que corre ese riesgo, que existe la posibilidad de que de entre todos esos nombres caiga alguno y sea, justamente, el que más le apetece ver.
También es cierto que, debido a los altos cachés que pagan los festivales, muchos artistas dejan de hacer giras por salas durante el resto del año. Pero, en todo caso, el que descuida a sus fans y se deja llevar por el beneficio puro y duro es el mismo artista, que prefiere diluir su propuesta en un cartel multitudinario a cambio de (mucho) dinero, en lugar de buscar la cercanía y la comunión con su público natural. Moraleja: vayan a las salas cuando aún están a tiempo.
Una entrada es un contrato leonino
Por Patricia Godes
Las entradas de festivales son documentos acreditativos de que el promotor y el futuro espectador se han puesto de acuerdo para que, a cambio de un desembolso económico, el primero le permitirá el acceso a un espectáculo.
Las condiciones del intercambio vienen impresas en el dorso de la entrada. Son condiciones fijadas por una de las partes sin contar con la otra: un contrato leonino que no tendría validez, aunque la costumbre establecida hace 30 años permite una situación legalmente discutible. Entre dichas cláusulas suele constar explícitamente que la organización se reserva el derecho de cambiar la programación.
Pero si compras una camisa que dice 100% seda y resulta que es nylon, es una estafa, y exiges que se te reembolse el dinero. Y si compras una camisa del material que sea y cuando llegas a casa no está en la bolsa, o te sale una lata de caracoles, exiges que te devuelvan el importe.
En el comercio cotidiano prima la norma de que "El cliente siempre tiene razón". En el caso de los festivales, ¿no debería equipararse a estafa el cambio de programación?
En cualquier caso, supone abuso de la buena fe del comprador y de la inferioridad de condiciones en que le sitúa el hecho de ser fan. Y es un ámbito en el que -lo mismo que en la compra de discos- el cliente nunca tiene derecho a tener razón.
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