Este artículo se publicó hace 4 años.
Al Pacino, el tornado del Bronx
El actor cumple 80 años y lo celebra con seis decenios de legendarias interpretaciones que le han convertido en uno de los más grandes. Criado en el sur del Bronx, Al Pacino sigue compaginando el cine con su verdadera pasión, el teatro.
Madrid-
"Me importan una mierda, honestamente", soltó Al Pacino al escritor y periodista Lawrence Grobel en 1979 cuando éste le preguntó por los Oscar que no había ganado. Jack Nicholson se llevó el premio por Alguien voló sobre el nido del cuco el año que él aspiraba a conseguirlo con Tarde de perros. Le dolió mucho menos que en la edición anterior cuando le presentaron en la categoría de actor de reparto por su monumental interpretación en El Padrino II. También perdió, la estatuilla se la llevó Art Carney por Harry y Tonto.
Al Pacino echaba mano en aquella magnífica entrevista de una frase de Bertolt Brecht. "Las personas son animales extraños y apestosos". Hollywood a veces es un territorio infecto, quería decir. Un universo corrupto, donde los actores se promocionan a ellos mismos como productos de supermercado para conseguir un premio. Una dinámica que entonces, y ahora, poco tiene que ver con la trayectoria vital y artística de Pacino.
Desde el sur del Bronx
Italoamericano criado en el sur del Bronx con su madre y sus abuelos –su padre les abandonó cuando él tenía dos años-, Alfred James Pacino (25 de abril de 1940) se tuvo que buscar la vida desde muy joven. Chico de los recados, acomodador, transportista de muebles, vendedor de zapatos… siempre ha reconocido que llegó a la interpretación por casualidad. "Fui a Performing Arts porque era la única academia dispuesta a aceptarme. Mi nivel académico no era muy alto".
El alcohol y la marihuana eran parte de su vida, con nueve años fumaba cigarrillos, con diez mascaba tabaco y con once fumaba en pipa. A los diecisiete vivía solo. Sus dos mejores amigos murieron por las drogas. Le rechazaron en el Actor’s Studio –luego terminó allí su formación con Lee Strasberg- y entró en el Herbert Berghol Studio. Tenía dieciocho años y, por fin, tuvo su primer golpe de suerte, conoció a un profesor que marcó su carrera y que le protegió como a un hijo, Charlie Laughton. Lo siguiente es una infatigable carrera de más de sesenta años en el teatro y en el cine donde se ha ganado el lugar destacadísimo que hoy ocupa.
El mejor y el peor
Un talento prodigioso, una voz rota, dura, sensacional, una mirada desconcertante, un nervio feroz y vehemente y, sobre todo, una capacidad extraordinaria para filtrarse dentro de sus personajes le convierte en uno de los más grandes actores del siglo pasado y de este. Es verdad que Al Pacino puede ser el mejor y el peor, puede ser el actor que te conmueve hasta la más profunda congoja o el histrión más exagerado –al que, por cierto, le han hecho flaco favor muchos peluqueros del cine-. Pero no han sido una o dos, sino muchísimas más, las interpretaciones ya legendarias que ha dejado. Y solo una de ellas, una de las grandes, hubiera bastado para coronarle.
Siempre ha reconocido que llegó a la interpretación por casualidad
Son trabajos que han nacido de esa inclinación, que no puede evitar, por atravesar la piel de sus personajes y que le acompaña desde sus inicios. Cuando preparaba Serpico, una tarde de verano en un taxi, un camión delante de ellos echaba todo el humo sobre su cara. Pacino no se contuvo y gritó al camionero que era policía y que quedaba arrestado. Y le sacó la placa de Serpico.
La vida menos adecuada
Frank Serpico, ese honesto policía de Nueva York que no hubiera conseguido interpretar nunca si dos años antes no hubiera tenido a un entusiasta casi hasta la demencia a su lado, Francis Ford Coppola. El cineasta le había elegido para interpretar a Michael Corleone en El Padrino. Un cerebro plano con cero olfato de los estudios dijo a Coppola que Al Pacino era "un principiante que no estaba a la altura de las circunstancias". El jovencísimo actor, deprimido, quiso rendirse, no deseaba estar en una película en la que no le querían. El cineasta, que ya se había enfrentado -y había ganado- al rechazo que sentían los productores por Marlon Brando, se lo impidió. Y ahí mismo nació su leyenda y un recorrido brillantísimo por la senda del crimen.
Porque Al Pacino es un gangster aterrador y el policía intachable más entregado. Pacino es Michael Corleone (El Padrino), el jefe de la mafia, poderoso, despiadado, y es Serpico, íntegro, luchador, honrado. Es el salvaje Tony Montana (Scarface), el portorriqueño de la droga Carlito Brigante (Carlitos way), el conmovedor viejo soldado de la mafia Ben Lefty (Donnie Brasco) y Sonny Wortzik, el atracador desesperadamente enamorado de Tarde de perros. El corrupto y manipulador líder sindical Jimmy Hoffa (El irlandés)...
Pero Al Pacino es mucho más, es también Ricardo III –impresionante su trabajo de dirección, investigación e interpretación en Looking for Richard- y es Shylock. Es Roy Cohn, el ultrapoderoso abogado republicano, "un heterosexual que se folla a hombres" y agoniza con SIDA en un hospital neoyorquino. Lowell Bergman, el osado periodista de investigación y productor, rastreador de la verdad de El dilema. Es Ricky Roma, un tiburón depredador, el vendedor de Glengarry Glen Ross. Es tantos hombres, tan humanos, tan imperfectos y auténticos…
Dentro de cualquiera de ellos ha sido el mejor, aunque él ha confesado muchas veces que desde Tarde de perros (Sidney Lumet, 1975), en sus primeros años en el cine, no ha hecho ningún trabajo como aquel y que nunca podría volver a hacerlo tan bien. Hace unos años, no muchos, cuando Lawrence Grobel se decidió a publicar Conversaciones con Al Pacino, el actor se preguntaba a sí mismo ¿cómo llegó hasta aquí? "Tenía los orígenes menos adecuados. Tuve la vida menos adecuada. ¿Cómo he llegado hasta aquí? ¿Qué puedo decir?". Tal vez Pacino ha tocado el cielo porque en el camino no se ha dejado entretener con distracciones necias como el dinero y ha seguido sin pausa el genuino sendero del artista.
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