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Pedro, el matón de la amenaza tatuada

ÓSCAR LÓPEZ-FONSECA

Durante años, los tatuajes distinguieron a marineros, legionarios y gentes de mal vivir. Un 'amor de madre' en el antebrazo decía mucho más sobre el portador que la simple querencia hacia su progenitora. La alabarda, el arcabuz y la ballesta cruzados y asomando bajo la manga daban fe de que su portador había lucido pechera desabrochada en la Legión. Y aquellos tres puntos dibujados entre los dedos índice y pulgar insinuaban un inquietante pasado para el propietario de la mano. De hecho, los delincuentes de Rusia, Japón y Centroamérica han presumido desde antaño de currículum y galones criminales con ciertos diseños epiteliales cargados de simbolismo. Sin embargo, desde hace algunos años los tatuajes se han convertido en una moda tan generalizada que las guadañas, los dragones y las calaveras que decoran los cuerpos de muchos simplemente reflejan un más que discutible gusto por la decoración corporal y una reconocida capacidad para aguantar el dolor. De hecho, la mayoría de los que los lucen ahora nunca han pisado ni un barco, ni una cárcel y ni tan siquiera conocen de vista a la cabra de la Legión. Por ello, a algunos delincuentes no les ha quedado más remedio que hacer aún más explícita la simbología de estos tatuajes en la línea del cinematográfico Malamadre.

El ejemplo más evidente es Pedro, un español de 43 años cuya principal ocupación hasta que fue detenido por la Guardia Civil en noviembre de 2009 era dirigir una banda de sicarios españoles que tocaba todos los gremios de la criminalidad, desde la extorsión al narcotráfico, sin olvidar el asesinato. Este delincuente llevaba tatuada en la espalda toda una declaración de principios: 'Mejor ser temido que querido'. Y por si a alguno le quedaban dudas de su maldad, tenía en su casa de Viladecavalls (Barcelona) un pequeño arsenal formado por un subfusil AK47, tres pistolas y dos revólveres para aclarárselas.

Su tatuaje era toda una declaración de principios: 'Mejor ser temido que querido'

Con todo ello y algún que otro sofisticado sistema de vídeograbación, Pedro y sus chicos se dedicaban a extorsionar a empresarios. A unos, los filmaban mientras les ofrecían negocios ilícitos para luego chantajearlos a cambio de no delatarlos. A otros, los tentaban con prostitutas para amenazarlos luego con enviar las comprometedoras imágenes a sus familias. Si aún así alguno no entraba en razones, le daban una paliza. O lo mataban. Es lo que presuntamente hicieron en enero de 2009 con el empresario Juan José Benedet, al que tirotearon por encargo de un empresario de carpintería al que la víctima debía dinero.

No contento con ello y con ocultar su cadáver bajo tierra junto a un pinar, Pedro decidió extorsionar a otro industrial que fue testigo del crimen. Lo secuestraron durante 24 horas y lo obligaron a dejar sus huellas sobre diversos objetos, entre ellos la pistola utilizada. Al liberarlo, le advirtieron de que, si no pagaba cuanto le exigieran, lo acusarían de la muerte de su amigo con esas falsas pruebas. Así consiguieron sacarle más de 700.000 euros en diez meses, hasta que el chantajeado superó su miedo y los denunció. Cuando los agentes de la Guardia Civil lo detuvieron, su tatuaje les impresionó aún menos que a la cabra de la legión.

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