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Placebo sufre su efecto placebo

JESÚS MIGUEL MARCOS

Placebo se han hecho muy grandes y quizás por defecto su música se ha hecho grande con ellos. Cuando te enfrentas a la plaza de toros de Benidorm, mejor hazlo con amigos, y por eso a su formación habitual de trío (bajo, guitarra y batería) se sumaron otros tres músicos. El sonido engordó lo suficiente como para llenar el pintoresco recinto, levantando emociones que ni el Litri en sus mejores tardes, pero las canciones, sobre todo las de su primera época, quedaban ahogadas en ampulosos desarrollos mucho más cerca del prog-rock californiano que de sus adorados Sonic Youth neoyorquinos. Ganó la costa oeste, como en la NBA.

Antes eran viscerales, ahora profesionales. Quizás por eso abrieron su actuación en el festival Low Cost con Nancy Boy, su primer éxito a mediados de los noventa. Había que asegurar. Cuando comenzó Every you every me, un hit infalible, no se reconocía con tanto teclado haciendo de colchón. Su huida hacia adelante ha desangrado a canciones como Bionic, que antes era como un amasijo de tendones a punto de romperse y ahora flota fofa con pompa y languidez. El sonido, poco definido, tampoco ayudó. Mejor funcionó una remozada Teenage angst, en una versión menos rockera.

El público prefería, no obstante, sus temas más recientes. Corearon a grito pelado Ashtray heart (y su 'corazón de cenicero' cantado en español), The Bitter end, Battle of the sun y The never-ending why, canciones que apelan más a la épica de masas de The Killers (pero sin la capacidad contagiosa de los estribillos de los norteamericanos) que a la sabiduría del exceso de Bowie, padrino en sus inicios. Versionaron, curioso, a Nirvana (All apologies), y cerraron su concierto con una ruidosa Taste in men que fue lo mejor del recital.

Tampoco acertaron con los vídeos en una pantalla casi escondida tras el escenario. Molko cumplió como frontman desinhibido, pronunciando bien las erres en español y llamando a la audiencia 'pendejos y pendejas'.

Finalizado el concierto y tras atravesar un laberíntico recinto, en uno de sus auditorios, de nombre Julio Iglesias, el neoyorquino Adam Green levantaba al público con un show borrachuzo y enloquecido. Green, inspirado en temas como Jessica y Emily, terminó magullado después de saltar varias veces sobre el respetable. Casi pasó más tiempo entre el público que en el escenario.

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