Este artículo se publicó hace 13 años.
Recién
Tuve la suerte de coincidir con Gonzalo Rojas en varias ocasiones. En Caracas, en Argel, en Madrid, donde lo vi por última vez hace ahora dos años en una cena imborrable en la Residencia de Estudiantes a la que él había llevado un poema recién escrito. Con más de noventa, y una alegría luminosísima en el rostro, el milagro había vuelto a presentársele. "Yo no sé qué es la poesía dijo alguna vez, se me aparece". Disfruté de su ironía, de su frescor y de su capacidad para los juegos repentinos, como abrir al azar un libro de poemas y leer la página como si contuviese un mensaje cifrado especial para ese momento.
La suya es una poesía que ejemplifica la capacidad del género para desenterrar las zonas muertas de la mente, también para remover, para sacudir, para levantar las tapaderas de lo que llamamos vagamente realidad. La naturaleza de su imaginación es rítmica ("qué será ritmo-escribió") y, sobre todo, lúcida, la galopada libre que no soporta los lugares comunes, y que él atribuía a su tartamudez de niño, que le había llevado a desarrollar fugas de ensueño mientras intentaba sustituir una palabra difícil de pronunciar por otra más fácil. Le gustaba citar una frase de Guimarâes Rosa, que un día como hoy fatalmente le incluye: "Los poetas no mueren, quedan encantados".
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