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Roland Barthes en el país de los cuerpos prohibidos

En 1974 el semiólogo hizo un viaje organizado a China y dejó unos apuntes hedonistas inéditos sobre la impresión que le causó

PEIO H. RIAÑO

Viajar con Roland Barthes a China 30 años después de su muerte es llegar a un país colmado de estereotipos y de una moralidad totalitaria. El padre de la semiótica y uno de los espadas del posestructuralismo aterrizó en los últimos años de poder de Mao (por entonces retirado del Gobierno, pero controlando el poder hasta su muerte en 1976) y en plena campaña contra las enseñanzas de Confuncio. Barthes abocetó en tres pequeñas y estrechas libretas su trayecto, entre el 11 de abril y el 4 de mayo, impresiones ligeras, salpicadas de guiños sexuales y alguna nota política.

Barthes (1915-1980) sabía dónde se metía: aquello era un viaje organizado de tres semanas, con paradas en fábricas y monumentos, los dos grandes atractivos del país. Los dos grandes productores de estereotipos, el mal de altura contra el que combatió el semiólogo toda su vida. No extraña que más tarde lamentaría la falta de improvisación, la salsa de los viajes. Ni siquiera un incidente fuera de lo normal.

Barthes: 'Y con todo esto no habré visto la polla de un solo chino'

La comitiva asistió a espectáculos y restaurantes, les disfrazaron el país y les protegieron del contacto con los chinos que no estaban programados. La muerte de lo visual. Él, que cambió la relación afectiva con la fotografía con el ensayo La cámara lúcida (de la que ahora se cumplen 30 años desde su fecha de publicación), se dejó las máquinas en casa y fotografió por escrito.

En los cuadernos, Roland Barthes se entretiene en el paisaje, en los detalles, en el color de lo que se le presenta y se entrega a lo exótico. Lo peor que le podía pasar: sufre el síntoma del turista, aunque se resiste a fijarse en lo que se fijan los demás. Este Diario de mi viaje a China, que la editorial Paidós publica en los próximos días, presenta la cara lírica de la cotidianeidad, en la que a veces concurren los signos. Siempre los signos.

Con bolígrafo azul y rotulador, los dos primeros cuadernos, de la marca Espiral Crown, con tapas de cartón azules, el primero, y rojas, el segundo, se completan con uno más pequeño, Moleskine negro, que lleva impresa en rojo una cita del presidente Mao en la primera página. Durante 30 años, estas pinceladas que miran a la gente y a sus costumbres, han permanecido inéditas y sólo se han visto algunas páginas sueltas del primer cuaderno, en el catálogo de la exposición del Pompidou, en 2002, dedicada a Barthes.

'¿Pero dónde diablos esconden su sexualidad?', escribe el autor

Él mismo, al revisar al final de la visita estos tres cuadernos, escribe que publicados tal cual 'serían como una película de Antonioni'. Roland Barthes había visto años atrás el documental que el italiano rodó en 1972, sobre el país, al que acudió invitado por el gobierno chino, que tituló Chung Kuo-Cina. Pasó ocho semanas rodando con la cooperación de los funcionarios. El resultado no gustó nada a las autoridades, por ser una retahíla de gestos y hábitos, texturas, espacios y paisajes rurales y urbanos.

Así arranca, con una valoración tan sorprendete como vulgar: 'Salida, lavado de pies a cabeza. He olvidado lavarme las orejas'. Eso para abrir boca. Ya en el aeropuerto, preparándose para el largo recorrido, apunta que uno de los cuatro acompañantes con los que viaja compra antes de pasar por la aduana un salchichón y pan: 'Nos lo zampamos en la sala de espera'. Fue un deseo de Barthes abrir y cerrar el viaje con las comidas en la aeronave.

Lamentó no encontrar ni un incidente fuera del estereotipo

Hay más deseos, carnales la mayoría de ellos: 'Como le besaba furtivamente la mano en un lugar público, él me decía: ¿Te da miedo que nos vean?. Y yo contestaba: No, no me da miedo que nos vean; me da miedo que vean lo pasado de moda que es mi gesto y que esto te resulte incómodo', en una de las notas del primer día para calentar. Más adelante, encuentra jóvenes soldados con 'la impresión de que no llevan nada debajo de sus túnicas'.

Los cuerpos se presentan como uno de sus grandes atractivos en China, porque es una de sus obsesiones en Europa. Dice que son macizos y elásticos, que 'no hay diferencias sexuales', para terminar preguntándose, desanimado y destemplado: '¿Pero dónde diablos esconden su sexualidad?'.

Barthes se muestra decepcionado ante la uniformidad total de los vestidos y de las actitudes frente a sus cuerpos. 'Esto produce silencio, ligereza, no vulgaridad; a cambio de una abolición del erotismo. Como un efecto zen', apunta triste por la falta de variedad y por la 'exclusión de la coquetería'. 'Los poquísimos guapos son curiosos, te miran. ¿Conato de ligue?', es un ojo salido de órbita. 'Y con todo esto no habré visto la polla de un solo chino. ¿Y qué se conoce de un pueblo, si no se conoce su sexo?', sale del país hasta arriba de estereotipos, que no le dejan ver dónde ha estado realmente.

Se decepciona ante la uniformidad total de los vestidos y de las actitudes

Registra aparentes bagatelas que le acercan a la esencia de un nuevo mundo, no tan ignoto como a él le hubiera gustado: 'Imposible mezclarse. No quieren. Cuerpos prohibidos. Exclusiones', al referirse a la población local.

Es un observador empedernido, con miedo a lo común. Llega a un museo y dibuja los signos que encuentra en la puerta del retrete, que acompaña con una reflexión sobre la impresión sarcástica de lo que le ha parecido el museo: 'Aplicación de los estereotipos revolucionarios (la práctica, los trabajadores, el colectivismo) a la descripción de la sociedad prehistórica, cuya vida esté representada en las salas del museo'. En este sentido, Barthes se dibuja inmune y cínico con la propaganda que le sirven sus guías y sus visitas, prefiere entregarse a los pequeños gestos como el de los pies cruzados de una muchacha bajo el xilofón, que participa en un conjunto de instrumentos antiguos. 'Chaqueta corta, pantalón corto, trenzas, zapatos chinos', escribe.

Llega a un museo y dibuja los signos que encuentra en la puerta del retrete

Estos apuntes personales muestran lo que Barthes solía repetir sobre la mirada del semiólogo al pasear: mientras los otros ven hechos y acontecimientos, él olfatea significados. Y al escribirlos no dudó nunca de acercar la teoría y el ensayo a lo novelesco, con un verbo cuidado, impresiones y opiniones. Lo mezcló todo con realismo, con testimonio y la autobiografía, desde donde llegó al lenguaje de los afectos y de las pasiones.

Tras los pasos del propio Roland Barthes, para quien todo es signo, ya fuese objeto, rasgo o gesto, en este viaje se mostró dispuesto a darle sentido a todo detalle insignificante: 'Paraguas amarillo con la contera azul, con varillas de bambú. Botas bajas de goma'. 'Mao solo en una pared mira enfrente en la otra pared a los otros cuatro. Siempre es así'. Nada ni nadie escapa a esta ebullición semiológica. Ni siquiera su propia muerte.

Las notas biográficas que la refieren, siempre la colocan en el lugar del mito, en una singularidad aparentemente accidental, figuradamente prematura. El 25 de marzo de 1980, a los 65 años de edad, a la salida de la comida con Jaques Lang, Françoise Mitterrand y un selecto grupo de intelectuales, Barthes regresa a pie a su casa. En el regreso es atropellado por una furgoneta mientras cruza la parisina Rue des Écoles, frente al Collége de France, donde ocupaba la cátedra de semiología literaria desde 1977, por propuesta de Michel Foucault.

Estas amplias notas sobre China, que utilizará posteriormente en conferencias y artículos, sostienen que toda narración es una invención, y que defienden el relato autobiográfico como fuente de verdad, histórica y documental. De ahí que para los integrantes de la clase académica, este tipo de textos se resientan de la especificidad técnica y se caiga en una prosa ligera y espontánea: 'Escupen y se suenan con frecuencia tirando los mocos al suelo', escribe.

Al final de la tercera libreta, hace balance de su paso por el país, cuando ya ha comprobado que la Gran Muralla China es un lugar 'como todos los lugares turísticos del mundo', con 'parking' y 'gente'; cuando en el zoo encuentra un zoo como todos los del mundo al mirar un oso panda, con 50 personas detrás de ellos. Concluye con tres admiraciones, dos resistencias y una pregunta. Por orden: 'Satisfacción de las necesidades; mezcla de clases; estilo, ética', se asombra. 'Estereotipos y moralidad', se abate. Y se pregunta por el lugar que ocupa el poder.

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