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A la sombra de un libro

Letras de verano. Las apuestas de los escritores para sus vacaciones

Marta Sanz

¿Es lo mismo leer un beso que besarlo? Con esa pregunta inicié una charla en un instituto. El público gritó 'no'. Sin embargo, se puede besar sin haber leído nunca un beso pero, cuando se han leído algunos, quizá se bese con menor monotonía. Besando mientras se recuerda y para recordar. La marquesa de Merteuil en Las amistades peligrosas lee para aprender y aprende para acrecentar su goce en un territorio que no es el del escrito, pero que también sirve para disfrutar de ello. Esta hedonista ilustrada sabe algo que ciertos escritores olvidan al utilizar demagógicamente una idea falsa de la espontaneidad: el conocimiento aumenta la sensación, no la atenúa. No podemos aprender nada si no sabemos algo previamente. Leer es haber leído y posiblemente sentir es haber sentido. Leer es una forma de sentir y sentir una forma de leer. Nada, ni dentro ni fuera de un párrafo, podría ser más dulce que la boca letrada de la Merteuil.

Hay escritores que sólo escriben para otros escritores, hay libros que sólo ellos disfrutan. Quizá los de Henry James. Sin embargo, James en La lección del maestro escribió sobre la estulticia de los letraheridos, de la inconveniencia de separar la inteligencia de la sensibilidad y las ficciones de las cosas cotidianas. De convertir la metáfora en una madriguera de la que no salir para enfrentarse a las cosas que suceden. Quizá no se trate de leer, sino de leer bien. Repasemos la lección: amamos el conocimiento que vivifica nuestro gozo, no el que momifica y aparta del mundo. Como si fuéramos célibes o monjes budistas a punto de levitar.

Es probable que los escritores lean de manera diferente que los lectores que no escriben. El escritor puede leer con celos, con una clase arrebatada de amor. Puede leer forzándose a una equidistancia, a un gesto amable o a una falta de mezquindad que le ata, más tarde, un nudo en las tripas. Puede leer procurando ser justo. Sonriendo. Con una máscara. Igual que va al mercado o asiste a las reuniones de vecinos. Puede leer midiéndose, desde arriba o desde abajo, pero difícilmente al lado o de tú a tú.

La marquesa de Merteuil, después de haber aprendido a mantener la sonrisa mientras se clava tenedores en el muslo, muerde, como Eva, la manzana -placer, sabiduría, alimento, tabú- y es condenada: la viruela se la come. Ni siquiera el inclemente Laclos vio que una marquesa analfabeta se hubiese atrevido a poner el ojo en el agujero de la cerradura. Las mujeres que hoy leemos vivimos la vida de la Merteuil como una historia casi heroica que nos lleva a formularnos preguntas pertinentes sobre el significado de la maldad femenina: nuestra lectura es una acción que se prolonga hacia otro tipo de movimiento. Por mucho que se quiera convertir la literatura en un inofensivo animal de compañía los libros están detrás de ciertas revoluciones. También detrás de interferencias y silencios. Supongo que hay que leer modestamente, pero también sabiendo que los que escriben nos están violentando y que quienes más nos violentan son los que fingen acariciarnos con sus historias. Los que tiran la piedra y esconden la mano.

No me gustan las cosas que duelen o matan -armas, instrumentos de tortura, pruebas diagnósticas- pero sí las que hacen daño. Los torreznos, fumar, una jarra helada de cerveza, los hombres con ojos de perdidos, tomar el sol. También, los devocionarios de Ana Ozores, las novelas sentimentales de Emma Bovary, las caballerías cervantinas, las cajas trampa... Los libros que alienan y los que disienten. Los que tranquilizan y los que perfeccionan. Los que me inducen a replantearme qué es la inocencia y a cuestionar la acepción más extendida -invisible- de cada palabra. Los corazones blancos y los abstemios son peligrosos: lady Macbeth y los personajes de Walt Disney, los Bush piras de libros quemados en Alaska y en las historias de Ray Bradbury.

Leer o mirar son acciones que nos dejan un poso, una mácula. Leer o mirar corrompen en la misma medida que forman y los valores que puedan extraerse de la realidad o de los libros a veces tienen que ver con ese ojo que mira y está tuerto o tiene hambre. En Otra vuelta de tuerca, el joven Miles, depravado por los cuentos del jardinero, por la impresionable vibración de una institutriz, muere víctima de su sensibilidad en ese filo agudo en el que nos coloca la lectura. Leer es escarbar en el interior de nuestro ombligo para salir de él y pensar en otra cosa mientras se está leyendo: romper la zarza negra de las letras para ver lo que hay detrás, más allá de la página y el gramaje del papel. Creer que escapamos del mundo cuando, en realidad, lo estamos mirando con ojos como platos. Me acuerdo de los puños de Robert Mitchum en La noche del cazador. Leemos: somos más desgraciados y también muchísimo más felices.

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