Este artículo se publicó hace 16 años.
Tradición, vanguardia y algo más
Como muchos treintañeros, descubrí tarde la música de Mikel Laboa. No es fácil llegar a él porque los artistas que escogen expresarse en euskara suelen ser marginados en los medios de comunicación. Cuando me zambullí en sus discos, encontré mucho más de lo que esperaba. Ofrece una simbiosis perfecta de tradición y vanguardia, pero expresarlo así sería demasiado frío, porque por encima de todo hay unas canciones viscerales y frondosas que fluyen con la máxima naturalidad.
Ibon Errazkin, un mago del pop con cultura amplia y heterodoxa, escribió que la música de Laboa "gira en torno a unos cuantos acordes básicos de guitarra, tocados de una manera a veces un poco rudimentaria, pero siempre muy expresiva. Pienso en la introducción de Baztan o en esas cuerdas mal pisadas de Gure oroitzapenak, para mí preferibles a todos los virtuosismos del mundo". La emoción que contagia sus canciones, como la de un paisaje, parece una de esas cosas que no se pueden aprender ni enseñar (aunque sí preservar o cultivar, como él hizo a lo largo de su vida artística).
"Me han contado que en los conciertos es un poco médium", añadía Errazkin. La misma impresión transmiten sus grabaciones. Si alguien las escucha dentro de 200 años, le costará situarlas en el tiempo por su estilo sobrio, que no responde a modas. Parece tener un pie en el mundo material y otro en una dimensión paralela empapada de intensidad, inquietud y nostalgia.
Además de su muerte, es triste la sospecha de que si hubiera nacido en Londres, Sao Paulo o Nueva York, tendríamos más discos suyos en casa.
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