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Demasiada vida para una despedida

CARLOS PARDO

Pocas veces hay unanimidad a la hora de valorar la obra de un poeta, pero es lo que sucede con Francisco Brines. Poetas de un signo u otro han reconocido una de las más exigentes creaciones de la poesía española del siglo XX, donde la precisión nunca se confunde con el profesionalismo. Desde sus comienzos con Las brasas (1960), libro que anticipa las claves de su estilo elegíaco, y sobre todo a partir del magistral Palabras a la oscuridad (1966), Brines es el ejemplo más claro de poeta del lado de la vida, esto es, contrario a la pedantería y a las estériles disquisiciones críticas. De entre sus compañero de los maestros de la generación del 50 (aquellos 'partidarios de la felicidad', como los llamó Carme Riera), la voz de Brines es la que con mayor contención y limpieza retórica ha sabido ganar el habla conversacional para la poesía. Una desnudez querida por Antonio Machado o Juan Ramón Jiménez, los dos maestros de Brines junto a Luis Cernuda, del que fue uno de los primeros vindicadores a comienzos de los años sesenta. Y si Brines no desmerece tal compañía es porque es un poeta clásico. Clásico en el sentido de vivo. Y aún más: un poeta pagano. Capaz de expresar en sentencias simples y duraderas el epitafio de un hombre común ('valgan tópicas frases por tópicas cenizas'), o el embrutecimiento de las noches de alcohol en busca de compañía ('En este vaso de ginebra bebo/los tapiados minutos de la noche'), o la salvación del sexo ('No desdeñes las pasiones vulgares/Tienes los años necesarios para saber/que ellas se corresponden exactamente con la vida.'), o el sentimiento elegíaco ('hay demasiada vida para una despedida').

Brines es el maestro de toda una línea de la poesía española, entendida como el arte de recrear la extrañeza de la vida con palabras sencillas (de una sencillez difícil). Así el celebradísimo El otoño de las rosas (1986) y La última costa (1995). Aunque también buena parte de la poesía más joven, que no practica una línea clara sino elíptica, fragmentada e irónica, buscó la maestría de sus dos libros de los años setenta Aún no (1971), donde se atrevía con el humor del epigrama, e Insistencias en Luzbel (1977), su obra más oscura y poseedora de un raro magnetismo. En un poeta tan exigente cualquier relectura será un descubrimiento.

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