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Adiós a un innovador

Jaime Lissavetzky, secretario de Estado para el Deporte

JAIME LISSAVETZKY

El deporte contemporáneo y el español tienen contraída una impagable deuda con Juan Antonio Samaranch, porque supo soñar, pensar y realizar sus bases en la difícil armonía de lo global y lo local. Pocos meses después de los Juegos de Pekín, dije unas palabras sobre él que ahora, en su muerte, cobran para mí relevancia especial: vio y llegó tan lejos porque fue capaz de saber soñar con los pies en la tierra. Encarnó de manera perfecta aquel ideal que Faulkner expresaba en Sartori: 'El grado supremo de la sabiduría consiste en tener unos sueños lo bastante grandes como para no perderlos de vista mientras los perseguimos'.

Desde esa premisa, la permanente ambición responsable, he vivido estos seis años de secretario de Estado mi relación y mi amistad con Samaranch. Siempre aprendiendo de su generosidad conmigo. Intentando captar toda su finura intelectual, su elegancia como dirigente deportivo internacional y su cordial inteligencia. Así le viví.

Samaranch fue, antes que nada, un innovador. Pertenecía a la estirpe de los que abren el camino, de los que pierden el miedo a explorar lo nuevo. La diferencia entre los conformistas y los que no se resignan es que a unos les basta preguntarse por qué y otros, los innovadores, se preguntan por qué no. Pongo un ejemplo: por qué no Barcelona y España podían albergar unos Juegos antes de que concluyera el siglo XX.

Estuvimos juntos por última vez durante la reunión de directores generales de deporte de la Unión Europea, hace ahora apenas un mes. Hizo entonces un discurso el último que pude oírle magnífico, en catalán su mayor parte, lleno de energía y vitalidad. Mantuvimos luego una larga conversación durante la comida. Hablaba del futuro como si le perteneciera por completo, y, con una sabia cautela, proponía ideas llenas de vivacidad y sensatez. Nadie de los que le vieron y oyeron aquel día en Barcelona, su ciudad, percibieron que se le acababa la vida. Siempre recordaré intacta en la memoria aquella última e íntima larga conversación, repleta, como tantas otras, de consejos, buen humor y al margen por su parte de cualquier asomo de arrogancia. Volví a hablar muchas veces con él por teléfono; la última para felicitarme por haber solucionado la huelga del fútbol. Nunca paraba. Así era: siempre preocupado y ocupado con el presente.

Saber hoy que no estará ya me llena de una profunda tristeza. Ahora sólo puedo pensar en nuestra obligación de saber estar en ese futuro sin él a la altura de su obra como gran dirigente deportivo del siglo XX. Samaranch fue para mí un amigo y un maestro. Del amigo conservaré siempre el recuerdo imborrable de su generosidad. Del maestro tendré siempre presente sus ideas y sus consejos, que procuraré sigan sirviéndome de guía.

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