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Alegría y pena británicas

Jugadores y aficionados del Manchester celebraron con moderación el título de campeón de Europa. Lampard, elegante, fue el único del Chelsea que se paró ante la prensa para comentar la derrota

ÀXEL TORRES

La final terminó casi a las dos de la madrugada, hora moscovita. La hinchada del Manchester United siguió en su fondo el que quedaba a la izquierda de tribuna durante un largo y dulce rato más. Sus jugadores festejaban en el césped. Anderson, en una actitud casi adolescente, no paraba de bailar y sonreír, incluso cuando se acercaban los jugadores del Chelsea para recoger su medalla de perdedores. Su cómplice era Nani, el portugués de origen caboverdiano al que comparan con Cristiano Ronaldo, aunque él sí metió su penalti.

Ronaldo ya se había integrado en el grupo, ya aplaudía a la afición, ya dejaba atrás las lágrimas tras el carrusel de emociones. El otro fondo se vaciaba con celeridad: la UEFA no tiene que intervenir para evitar peleas post-partido en las finales, ya que la propia naturaleza del resultado y el estado de ánimo resultante logran que unos se vayan antes y otros, mucho después.

La zona mixta, obligado recorrido hacia el bus ante todos los medios de comunicación, se convertía en un suplicio para los jugadores londinenses y en un agradable escaparate para los triunfadores. Para todos menos para Scholes, tan tímido como siempre, tan reacio a las entrevistas incluso en el día de mayor gloria.

Ahí estaba Cristiano, atendiendo a los medios españoles y dejándose querer. Y Gerard Piqué, sonriente, eludiendo responder sobre un futuro azulgrana que casi todo el mundo ya conoce, feliz con su título recién conquistado. No estuvo en la convocatoria de la final, pero es campeón de Europa. Y siendo partícipe del éxito: marcó dos goles en esta Champions y fue titular en cuartos ante la Roma.

Caras muy distintas en la expedición del Chelsea. Terry, uno de los primeros, reflejaba el dolor en el rostro. Había llorado, era evidente. Nadie se atrevió a pedirle que se parara. De hecho, sólo se paró Lampard. Grande en el campo y fuera de él, Frank firmó autógrafos, atendió a los medios y reflexionó sobre la crueldad del fútbol. Pudo dedicarle dos goles a su madre, pero se quedó sin premio gordo. Sus compañeros iban pasando, algunos incluso tuvieron que esquivarle, y debieron quedar extrañados ante la entereza y la amabilidad del ex centrocampista del West Ham.

Drogba, elegante y serio, encabezó la comitiva de jugadores africanos. Makelele saludó a algunos amigos e incluso esbozó una sonrisa: está curtido en mil batallas. A estas alturas, quizá la derrota no duele tanto.

La gente fue desfilando poco a poco. Aficionados del Spartak, en las afueras del estadio Luzhniki, pedían alguna cosa a los seguidores del Manchester United. No hubo comunicación. El metro, aún abierto a las cuatro, hora local, devolvía a sus hoteles a los seguidores ingleses. Los del Chelsea se habían ido ya a la cama hacia tiempo, pero los campeones obligaron a los bares a cerrar mucho más tarde que de costumbre. Pronto se vio luz en el nublado cielo moscovita: la final acababa de terminar, pero ya amanecía. La noche había sido muy corta. Multitud de aviones estaban a punto de despegar.

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