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"Ayudar a mi padre es perder el tiempo"

El hijo de Gascoigne dice que su padre morirá pronto y que ayudarle es 'una pérdida de tiempo'. Regan, de 12 años, afirma del futbolista: 'Que sea un gran jugador no quiere decir que sea un buen padre o la persona ad

LADISLAO JAVIER MOÑINO

Probablemente va a morir pronto. No creo que sirva de nada ayudarle. Es una pérdida de tiempo. Si pudiera pedir un deseo, desearía que nos dejara'. A sus 12 años, Regan Gascoigne ha emitido uno de los últimos ecos de su padre, Paul Gascoigne. Gazza para los futboleros cuando a principios de los años onventa era el rey del eslalon entre defensas y centrocampistas que no acertaban a frenarle.

Regan expresó tan aterrador deseo en un programa de Channel Four que se emitirá en 2009. En el mismo, el propio Gascoigne, a sus 41 años, reconoce que tiene 'desórdenes alimenticios, trastorno bipolar, cambios de humor y ansiedad, y he pensado en la muerte'. El rabo de la espiral de alcohol que emprendió cuando rompía los partidos con la destructiva zancada de un alemán y el regate de los extremos virgueros asoma peligrosamente.

Antes que Beckham como icono mediático parido por el fútbol, existió Gascoigne, y antes que este, George Best, que un día decidió fundir metafóricamente el way of life de ambos: 'Gascoigne no me llega ni a los cordones de la botella'. Como la del extremo irlandés del Manchester United, la vida de Gazza ha sido un eco diario por todo lo que hacía con la pelota y sin ella. Un filón para los tabloides ingleses. El día antes y el día después de los partidos garantizaba contraportadas con gancho gracias a alguna advertencia arrabalera a sus rivales o con una jugada que le convertía en genio y héroe del país del fútbol.

'Cuando quieran ver mi regate, podrán pararme. Estaré en un pub al día siguiente viendo las repeticiones. Si no lo hacen allí, no lo harán nunca', advirtió con sorna a los defensas del Arsenal antes del derbi londinense que más le encendía jugando para el Tottenham. Y cuando no había fútbol, Gascoigne disparaba las ventas de los periódicos porque la noche era uno de sus estadios preferidos. El otro fue el viejo Wembley, donde se entronizó por dos veces con una diferencia de cinco años.

En 1990 explotó la Gazzamanía tras llevar a Inglaterra a las semifinales del Mundial de Italia. Allí donde jugaba, las gradas se inundaban de camisetas con su dorsal o su rostro de estibador. Dirigido por Bobby Robson en aquel Mundial, la cuna del fútbol le eligió un trono al lado del de Bobbie Charlton y Kevin Keegan. Gascoigne representaba la esperanza blanca de un fútbol que vivía atormentado y en plena endogamia por los desmanes de sus hooligans, ejemplarizados en la negra noche de mayo de 1986 en Heysel. Sus lágrimas cuando vio la amarilla por una entrada al alemán Berthold, que le impedía jugar la final si Inglaterra llega a clasificarse, dieron la vuelta al mundo.

Aquella derrota en la tanda de penaltis nunca la superó. Muchos de los biógrafos que ha tenido sitúan su entrada definitiva en barrena en el inmediato verano que siguió a la cita de Italia.

 

No obstante, a finales de la temporada 90-91 fue la primera vez que rindió Wembley a sus pies. En la semifinal de la Copa inglesa ante el Arsenal, reventó la escuadra de Seaman con una falta directa desde 35 metros. En la final ante el Nottingham Forest, fue el mejor hasta que los ligamentos de la rodilla derecha explotaron tras una entrada a Charles.

Antes de la grave lesión, ya se le habían conocido algunos escarceos que le ponían en la senda destructiva de las estrellas del rock, con las que empezaba a codearse, pero el tiempo muerto de aquella grave lesión lo rellenó de litros y litros de alcohol. Aun así, el Lazio italiano pagó por él casi 10 millones de euros en 1992. Allí, las lesiones sólo le dejaron aparecer en 43 encuentros repartidos en cuatro temporadas.

Donde no le faltó continuidad, fue en su ya caótica existencia. En 1995, decidió regresar a las Islas. Inglaterra celebraba la Eurocopa de 1996 y se le había metido entre ceja y ceja volver a comandar a los pross desde su fútbol genial . Le recogió el Glasgow Rangers y allí resucitó. En realidad, fue la única vez logró levantar cabeza, aunque no del todo. 'Algún whisky doble me he tomado antes de un partido, pero estoy lejos de las botellas que consumía hasta hace poco'.

En el Rangers, Gazza había ensanchado caderas, se perforó la oreja para adornársela con una piedra preciosa y se había teñido el pelo de amarillo platino, el look de moda de los reyes locos de la fiesta de entonces. Pero volvió a jugar al fútbol con esas descargas eléctricas en forma de series inacabables de regates. Uno de ellos fue el que le volvió a entregar el corazón de Wembley. Un sombrero al escocés Hendrix hilvanado con un derechazo ayudó a Inglaterra a derrotar a Escocia.

Los penaltis, de nuevo con Alemania en las semifinales, le privaron de la final continental en su propia casa. Otra vez la derrota le volvió a llevar a los excesos. Broncas con su mujer y su hija, llamadas al mismo George Bush y al Papa en plenos delirios de alcohol, intentos de suicidio. Malos viajes que le llevan de una noche loca en Budapest a un despertar inconsciente en El Algarve. Y un deseo macabro que suena como uno de sus últimos ecos: 'Dejarme morir en paz'.

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