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Sin Nadal, pero con techo

El salto a la modernidad de la pista central del torneo más señero entierra parte de la épica que otorgaba la lluvia

GONZALO CABEZA

Londres es tierra de tradiciones. En esa ciudad se sigue manteniendo el cambio de guardia, la bandera sólo ondea en Buckingham Palace si la reina se encuentra en sus aposentos y las pelucas victorianas no pasan de moda en la Cámara de los Lores. La esencia de lo tradicional, que pervive en muchos rincones de la city, se potencia aún más cuando se traspasan los muros del All England Lawn Tennis&Croquet Club, el lugar donde reside la gloria de la raqueta.

Los colores chillones que predominan en otros escenarios se apagan para dejar paso al morado, color corporativo del club, el blanco, que engalana el vestuario de los tenistas, y el omnipresente verde, color de fondo de todas las pistas que, a lo largo de los días, torna en parduzco por el desgaste de la hierba tras el juego.

No es sólo una cuestión cromática. También vuelven las fresas con nata, el duque de Kent entregando el trofeo de campeón y, sobre todo, el juego de toda la vida, el de saque y volea sin pensar, donde la velocidad es de vértigo y nadie cubre sus espaldas porque en hierba eso no vale.

Las imágenes de tenistas con las piernas flexionadas casi a ras de suelo se suceden, la bola no se levanta y pasar la red es una quimera si tu rival ha descargado toda la furia de su raqueta contra la bola. Es el tenis marcado por la tradición. Es Wimbledon.

Pero no todo permanece. La liturgia del torneo inglés se sustenta bajo cielos plomizos y abundante lluvia. Los recogepelotas retiran apresuradamente la red y despliegan un enorme toldo que guarece la hierba del agua y que queda suspendido en el aire como si de un tipi indio se tratase para que el césped no se abrase.

La imagen se seguirá repitiendo, pero nunca más en la pista central. Cuando aparezca la lluvia sólo habrá que apretar un botón y el nuevo techo corredizo salvará la hierba de las inclemencias del tiempo. Los paraguas desaparecerán y los jugadores podrán seguir con su ocupación como si nada.

Es un guiño a la modernidad que transforma algunas de las esencias del torneo. Un salto adelante, aunque arrebate los parones, que son parte de la épica de Wimbledon. De hecho, la final del año pasado, para muchos la mejor de la historia, hubiese perdido algo de su halo de grandiosidad si la pista hubiese estado techada: Nadal y Federer no habrían tenido que enfundar sus raquetas y refugiarse en el vestuario. El partido se habría acortado y las fotos de la entrega de trofeos no hubiesen palidecido por efecto de la luz del atardecer.

El español y el suizo han protagonizado el torneo durante las tres últimas temporadas. En 2009 no habrá duelo. La rodilla de Nadal no ha aguantado la temporada y se pierde el mejor torneo del mundo. Su ausencia sube la cotización de Federer, ungido como principal favorito en la hierba. Tiene la opción de recuperar la corona inglesa, la que le hizo más grande y, de paso, el número uno del mundo.

Sería su sexta victoria en la catedral, a una sola de los dos que más entorchados tienen: Renshaw y Sampras. Si gana, el suizo dejaría de compartir con Sampras el título de mejor tenista de la historia. Sumaría su decimoquinto Grand Slam, algo nunca visto en los más de cien años de este deporte.

En ausencia de Nadal, los rivales de Federer serán los de casi siempre: Murray y Djokovic. El primero centra las miradas locales. Es escocés y está llamado a romper una maldición que empieza a ser ancestral: ningún británico gana el torneo desde hace 73 años, cuando lo hizo Fred Perry. Un indicio juega a su favor: la pasada semana ganó en la hierba de Queens. El césped no es un hábitat hostil para Andy.

Djokovic también llega en buena forma, fue finalista en Halle, el otro gran torneo de hierba previo a Wimbledon. Hoy empieza todo. Los tenistas tienen 15 días para conquistar la catedral y alcanzar la gloria del tenis. Y sin mojarse.

 

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