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Antonia y los treinta escalones

La poliomielitis y un parte médico que invita a la desesperanza no han doblegado a esta luchadora, que debe arrastrarse para llegar al piso donde vive. Por ello, exige la vivienda social sin barreras que le concedieron, pero que nunca fue entregada

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Antonia Posito, en su casa del barrio madrileño de Tetuán. / HENRIQUE MARIÑO

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Usted quizá no recuerde cuando era un bebé y se arrastraba por el suelo como una mopa. Amnesia infantil o falta de costumbre, porque con el paso del tiempo termina resultando una postura embarazosa y uno tiende a caminar erguido. Quién le iba a decir a Antonia Posito (Huelva, 1956) que, al borde de los sesenta años, se vería obligada a reptar sobre los treinta escalones que median entre su apartamento y un portal del barrio madrileño de Tetuán. Allí, donde debería haber un ascensor, hay dos cochecitos. Sus baterías están en el primero, cargándose. Las ha subido a duras penas. “Culito para arriba, culito para abajo”. O sea, dando saltos, como una rana.

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Entonces se produjo la caída. "Venía con mi muleta de darle las gracias a San Judas Tadeo", abogado de los imposibles, "cuando en la plaza de Puerta Cerrada metí la pata en una alcantarilla sin reja". Desde el 2009 de baja, tuvo que dejar la esquina de Capitán Haya donde ejercía de vendedora de la ONCE, aunque tardaron años en reconocerle la incapacidad absoluta. "Una pierna no vale ya para nada", señala con una mano, mientras con la otra sujeta un abanico de partes médicos, esa vida de tropiez­os: secuelas de la poliomielitis, heridas faciales por el accidente de tráfico, fractura de ambas rótulas,­ trastorno ansioso-depresivo, un tobillo maltrecho que la ha conducido a la unidad del dolor crónico y otros males que precisan un diccionario para descifrar su significado.

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