Este artículo se publicó hace 13 años.
Cambiando el discurso de izquierda
Hay tres cosas que las gentes sensibles nos animan a todos a repensar cíclicamente: España, el Teatro y la Izquierda. España o, mejor, el Reino de España, es un tema obsesivo en el que han perdido y pierden la cabeza muchas personas en este Reino difuso: algo tan justo y elemental como que en la Cámara territorial de este país se hablen las lenguas del Estado ha causado gran revuelo entre los zombis del viejo imperio. El Teatro se ha recuperado, dicen, y yo lo compruebo asistiendo y disfrutando de ello. Queda la Izquierda.
Pertenezco a una generación que cuando practicó antifranquismo (antifascismo, que era la ideología añadida que nos movía) lo hizo desde la izquierda, porque, en líneas generales, la derecha, incluso la más civilizada, no existía como activismo democrático. Al ir saliendo de aquello, no fuimos del todo conscientes de que las clases que daban vida a nuestro empeño igualitario (las así llamadas burguesía y proletariado en la retórica histórica) se estaban debilitando a toda prisa, y algún día cercano llegaría también al actual Reino de España la fragmentación social europea (explosión de la estructura social clásica).
Fui socializado en la idea de que ‘la política o es estrategia o no es nada’Y así fue: la izquierda se vio inmersa en una cierta irrealidad teórica que se desarrollaba al margen de la economía y la sociología, sobre todo. La clase obrera clásica se refugió en sus sindicatos y fue abandonando a sus partidos históricos hasta confrontarse con ellos. La lucha por emancipar a los sindicatos de clase de la tutela política de sus partidos de referencia ha terminado por emancipar a los trabajadores de cuello azul o de cuello blanco de la política a secas. Ya no hay política, casi.
Yo fui socializado políticamente en la idea (que sigo considerando correcta) de que la política o es estrategia o no es nada, y lo escribo en cursiva para recalcarlo de manera especial, pues tiene que ver con una reflexión para una izquierda repensada y como enlace con el pasado de la misma izquierda. Estábamos en un proyecto en el que no se movía una hoja sin que repercutiera en el conjunto. Éramos algo parecido a un ejército que, eventualmente, podría llegar a ser extraordinariamente eficaz.
Se puede -y se debe- prescindir de cierta noción de clase, en el sentido clásico, como idea dominante en el discurso de izquierda, por la sencilla razón de que esa idea, tal como se daba, no responde ya (y quizá no respondió nunca) a la realidad sociológica de los países avanzados y semiavanzados. Pero no se puede prescindir de la llamada acción consciente de la izquierda sobre los procesos políticos, económicos y sociales. Es decir: no se puede prescindir de la estrategia.
Un aporte sustancial de la teoría clásica de la izquierda a la lucha política es la necesidad de una intervención, en absoluto espontánea, de esa izquierda en todos los procesos. Una intervención inteligente y eficiente. Este concepto se ha perdido y ha sido sustituido por una idea de la espontaneidad y del corto plazo que los clásicos hubieran considerado oportunista. Yo también lo considero así.
El acuerdo de Gobierno y sindicatos quizá anuncia un nuevo camino de racionalidadDe la izquierda histórica me quedo con dos elementos: esa asunción de la política como estrategia, y el tratamiento dinámico y realista de la economía frente a cualquier doctrinarismo, que es lo que Lenin, desde perspectivas ya lejanas, quiso hacer en la URSS con su nueva política económica (NEP). No tuvo tiempo: todo quedó en manos de los que concebían el cambio social igualitario como una especie de colectivización forzosa de la propiedad y del espíritu, más herederos en esto de los viejos padres de la Iglesia que de racionalidad política o económica alguna.
En mi opinión, sigue sin haber otro objetivo más deseable, en la izquierda, que la lucha por la igualdad social a través de la igualdad de oportunidades en un marco democrático, y esto pasa por estrategias políticas pensadas e intervinientes y por concepciones dinámicas -no siempre satisfactorias en primera instancia para los colectivos más marginales- de lo que debe ser una economía al servicio de la redistribución eficiente de la riqueza.
Que el electorado considere a día de hoy (puede cambiar, lo vamos viendo) que debe gobernar la misma derecha que ha provocado la crisis indica hasta qué punto la función pedagógica de la izquierda -en el Gobierno o en la oposición- ha claudicado ante la dificultad de explicar de forma creíble sus políticas económicas o su oposición a según qué políticas económicas. La prevalencia de los estereotipos hacia lo que sea una política de derecha o de izquierda ha impedido a la izquierda compartir con su electorado, en una comunicación política fluida, sus decisiones más complejas en un contexto no menos complejo.
Es el caso del Gobierno de España en este momento. Quizá el acuerdo con los sindicatos en el tema de las jubilaciones sea el anuncio de un nuevo camino en el que las políticas posibles y las deseables se encuentren en ese punto en el que la izquierda habló históricamente de racionalidad e, incluso, de materialismo, a modo de metodologías factibles y eficientes para conocer la realidad.
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