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Cara y cruz de la vida de un adolescente sin libertad

Dos ex internos evocan sus experiencias dispares en centros de menores

ÁNGEL MUNÁRRIZ

El Vacie, el barrio chabolista de Sevilla, castigado sin pausa por la pobreza y los estigmas, es uno de esos lugares que acumulan cientos de historias a cual más infrecuente. Unas, de superación en medio de la dificultad. Otras, de delincuencia y marginalidad. La de Rafael Reyes, de 25 años, es una síntesis de ambas, 'con un final alegre, después de pasarlo mal', explica. Salió del centro de menores de La Jara, en Alcalá de Guadaíra (Sevilla), 'hace unos tres años'.

Hasta entonces, y desde que tenía 14, ha pasado 'cuatro años dentro', internado en distintas ocasiones por delitos de robo con violencia. ¿Balance? 'Allí aprendí a vivir', dice. 'Hasta que no llegué allí no me di cuenta de lo equivocado y confundido que estaba, de lo mal que iba por la vida'.

En un momento en que los centros de menores vuelven al punto de mira tras los casos de agresiones sexuales por parte de adolescentes en Andalucía, la historia de Rafael no puede extrapolarse a todos los internos. Hay casos de notable descontento, experiencias que retratan los centros como un mero lugar de internamiento sin atención social.

Mohamed M., marroquí de 19 años, no oculta que su paso por un centro en Madrid sólo le sirvió para 'perder seis meses de libertad'. Con 16 años, se dedicaba a pegar palos, a veces con navaja, y otras durmiendo a la gente dejándola sin aire. Lo acabaron cogiendo.

'Lo poco que había empezado a aprender y a trabajar en talleres, allí se acabó. No aprendí nada, perdí la confianza en mí mismo y en los demás. Y ellos también dejaron de fiarse de mí. A mi familia no sabía ni qué decirle', cuenta. Asegura que al salir no le facilitaron trabajo, ni contactos, ni siquiera un lugar donde dormir. 'Me quedé otra vez tirado en la calle', explica.

Mohamed llegó a España en 2001, debajo de un camión, huyendo de la 'pobreza y el hambre' de su familia en Casablanca. Arrepentido ahora de sus actos delictivos, los explica por 'la necesidad' y 'los errores'. 'Encima te juntas con gente que te lleva a la droga y a delinquir', cuenta. 'Todo el mundo merece una segunda oportunidad', añade.

En su caso, la encontró a través de la asociación Coordinadora de Barrios, que le encontró alojamiento junto a varios chicos más en la casa de un cura. Ahora está haciendo un taller de informática. No tiene ingresos. También intenta mejorar su español, aunque ya lo domina con cierta soltura. Antes que volver a un centro, afirma, prefiere cualquier cosa. 'Es mejor incluso pasar hambre que perder la libertad', dice.

Rafael, por su parte, afirma que se lo debe todo al centro de menores. Su actual empleo envasando pescado lo encontró a través de un programa hoy desaparecido para facilitar la integración posterior a la puesta en libertad. 'Pienso que estoy casado, tengo trabajo y una hipoteca en Torreblanca, y es que no me lo creo', afirma, sonriente y orgulloso de sí mismo. Ha dejado las drogas, y ni siquiera bebe alcohol porque 'si bebes una, lo mismo luego viene otra, y otra'.

Entró analfabeto en el centro de menores, y salió leyendo y escribiendo. Ahora su deseo es poder trabajar en el futuro ayudando a menores que están en la situación que él ha dejado atrás. 'Sé por lo que están pasando, y podría ayudar. Sería mi mayor ilusión', explica. Al mirar atrás y examinar sus actos, se siente 'raro'. 'No sabía ni lo que hacía. Era lo que había a mi alrededor', asegura.

Tanto Mohamed como Rafael coinciden en la desorientación en que vivían en los años en que estuvieron a punto de tirarlo todo por la borda. 'No sabes qué haces, ni sabes dónde vas, ni con quién', cuenta el marroquí.

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