Este artículo se publicó hace 16 años.
Esto era mi bosque
La cicatriz del incendio de Guadalajara
¿Que si preferimos pasar página? Pues no. Lo que ocurrió no lo olvidaremos en la vida. ¡Si tenemos árboles no podemos respirar!", sentencian cuatro mujeres mayores sin levantar la vista del juego de cartas que comparten al calor de la lumbre en el único bar de Riba de Saelices (Guadalajara), una localidad de tan sólo 158 vecinos.
Antepenúltima noche de diciembre, han pasado dos años y medio del incendio de Guadalajara que entre el 16 y el 20 de julio arrasó 12.000 hectáreas de pinar. En el siniestro murieron los 11 miembros de un retén que trabajaban en la extinción de un incendio y cuatro municipios tuvieron que ser desalojados. El suceso derivó en una fuerte polémica por la falta de medios y la descoordinación que hubo entre las administraciones para apagar el fuego.
Ese verano de 2005 en el que los niños de la zona se quedaron sin fiestas terminó, los fallecidos fueron homenajeados, se pusieron placas, las administraciones prometieron ayudas, los políticos visitaron la zona. Pero poco a poco los focos de los medios de comunicación se apagaron y la vida, tras el incendio, tuvo que continuar en los trece municipios afectados y pertenecientes al Parque Natural del Alto Tajo.
Coches en curva
Los vecinos se han quedado sin pinar. Al atardecer, la vista en la zona alcanza a cualquier punto a la lejanía porque no hay árboles, los coches pueden parar en curva porque nada impide ver si viene otro vehículo, sólo hay restos de la madera quemada que aún no ha sido retirada y pequeños insectos que anidan en los restos de corteza. No hay pájaros ni ruidos. Un paisaje lunar en el que cuesta imaginar que antes hubo un bosque que, como recuerda Lucia Enjuto, alcaldesa de Majarete, "era el que nos curaba los catarros". Majarete perdió todo su pinar, en total se quemó el 64% del término municipal: 3.400 hectáreas.
Enjuto y el resto de residentes (entre los 13 municipios afectados suman apenas 500) sólo esperan a que se celebre el juicio que depure responsabilidades. De momento, ya hay 18 imputados, entre ellos Marcelino H.S., el jubilado que prendió junto a unos amigos la barbacoa que originó la tragedia; Emilio M., el guarda de la cueva turística que iban a ver los excursionistas y que, según Marcelino, les propició la leña y diversos técnicos de la Consejería de Medio Ambiente de Castilla La Mancha y del 112. El que salva en las conversaciones de los vecinos es Emilio, el guarda, que consideran que "no tuvo la culpa de nada". "Hasta que no se resuelva la investigació no va a hacer declaraciones", explican varios de sus familiares. Porque ésta es una historia de personajes e historias entrecruzadas que circulan aún dos años y medio después en todos los corrillos. Está Marcelino, el excursionista que prendió la barbacoa y que no ha vuelto por la zona porque como lo haga "le corremos a gorrazos", según un residente. Emilio, el guarda de la cueva. Constantino, el rumano que construyó la barbacoa y que, según su declaración a la juez, él ya advirtió que la instalación estaba demasiado cerca de un campo de trigo.
Políticos y barbacoas
La cadena de posibles culpas es interminable y llega también al ex alcalde que encargó la reforma de la barbacoa. Hace dos semanas la juez de Sigüenza (Guadalajara) que investiga el incendio ha citado a tres nuevos imputados, entre ellos el ex regidor de Riba de Saelices, término municipal donde se originó el incendio. "Ahora estamos en la fase de instrucción, luego la juez decidirá si archiva el caso o lo pasa al ámbito de lo penal. Los últimos imputados declararán en marzo", explica David Moreno, portavoz de la asociación cultural La Riba, una de las que más se ha movilizado para la recuperación de la zona, además de Queremos futuro, que aglutina a distintas entidades. Moreno habla al lado de la fatídica barbacoa, que de abril a noviembre está precintada por orden de un decreto regional emitido a raíz del suceso.
La vida del maderero
El bosque quemado pertenecía a los distintos ayuntamientos, que subastaban la madera a hombres como Andrés Mena, de 57 años y de la localidad de Cobeta, con las manos curtidas de años arrastrando troncos y arrancando la corteza a los pinos. "Hasta hace dos meses he estado trabajando con la madera quemada, pero ya eso terminó. Ahora tendré que cambiar de oficio", cuenta apesadumbrado este hombre, que incluso ha hecho una escultura donde ha plasmado todo la impotencia que sintió el verano de 2005.
Andrés ha perdido su trabajo, y también los ganaderos que por culpa de la tragedia tuvieron que vender las cabras. La reforestación ha obligado a prohibir el pasto en la zona porque los animales se comen los brotes y los vecinos hablan también de que muchos ganaban algo de dinero recogiendo setas y níscalos, algo que también han perdido.
Pero en lo que más va a notar la zona los efectos a medio plazo del fuego es en el turismo rural. "Hata ahora venían muchos con ganas de ver la zona del incendio, pero eso se empieza a acabar", se lamentan varios vecinos en el bar de Riba de Saelices. "Pasado el morbo, si no hay paisaje que ver, el turismo rural no crece. Ya antes del incendio la zona estaba de capa caída porque la población es muy envejecida", se queja Bernardo Hernández, un residente que vivió el incendio con impotencia desde sus vacaciones en Santander. En cuanto él y otros vecinos se juntan, el tema salta como una chispa. "El primer día el fuego era imparable...", empieza Sagrario. "Pero si hubiesen hecho un cortafuegos, así y así...", continúa Bernardo mientras con un palo traza líneas que representan bosques y municipios. Horas después, las mujeres mayores que juegan a las cartas en el bar siguen con su tono firme: "De pequeñas íbamos al pinar, hacíamos lumbre y nunca pasaba nada".
Los únicos que parecen poco preocupados son un grupo de cazadores de Madrid que hacen parada por la noche en la zona y, comentan sin problema y entre el paso de botellines de cerveza, que para la caza, "es mejor que el monte esté pelado que tenga árboles".
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