Este artículo se publicó hace 17 años.
Los Oliver Twist de la Cañada Real
Unos 40 niños rumanos viajan a diario al centro de Madrid para robar, inducidos por sus padres. Son los más miserables de los miserables del poblado.
Basalica, rumana de 26 años, y con dos niños pequeños, dejó hace un mes su trabajo de asistenta en uno de los chalets ilegales de Cañada Real. Su embarazo rondaba los seis meses y estaba agotada. La familia española gitana para la que trabajaba le pagaba 20 euros por cuatro horas. “La mujer me sigue llamando y voy alguna vez porque necesitamos el dinero”, asegura. A su alrededor se arremolinan sus niños de tres y cuatro años y decenas de críos. Vive en una chabola en una de las zonas más degradas del poblado madrileño de Cañada Real Galiana, situado a menos de 10 km de la Puerta del Sol.
Su casa, construida con chapas de madera, tiene apenas 20 metros. Como las viviendas del otro centenar de familias, todas rumanas de etnia gitana, que malviven en unos terrenos que cuando llueve se convierten en un lodazal. Otras 50 familias se hacinan en naves industriales del poblado. Unos 200 menores, la mayoría sin escolarizar, viven con ellos.
Cada mañana, entre las 9 y las 10, cerca de 30 rumanas, con unos 40 niños suben a los autobuses que paran en la vía de servicio de la A-3. El destino: la plaza del Conde de Casal. Al llegar, unos corren a los buses que van al centro, otros al metro. Un grupo de siete menores permanece en las marquesinas donde cada 10 minutos llegan nuevos convoyes cargados de pasajeros. Los críos, de 10 ó 12 años, aprovechan el tumulto y birlan lo que pueden. La Policía asegura que lo hacen inducidos por sus padres. “Les tienen más miedo a ellos que a nosotros”, asegura un agente.
Cuando hay menos viajeros, los niños se dirigen a otros puntos. Intentan meterse en el metro, pero el guardia de seguridad se lo impide. Si no les pilla un policía, se quedan por los cajeros de los alrededores o se van al centro. Sobre las siete de la tarde regresan al poblado.
“Los que delinquen son una parte pequeña pero hay que preguntarse por qué lo hacen o por qué sus padres lo consienten”, dice Jorge Fernández, párroco de Santo Domingo de La Calzada, la única iglesia católica que hay en el poblado, donde existen más de 2.000 viviendas e infraviviendas ilegales.
El recorrido al contrario nos da respuestas. Viven en la peor zona del poblado, Valdemingómez, donde hay unas 15.000 almas entre narcos, yonquis, familias sin recursos y otras con vidas normalizada. Un viernes a las dos, un centenar de niños que no llegan a la altura de la rodilla corretean entre los escombros. Basalica recoge las toallas raídas y dos hombres apuntalan su casa.
La miseria, caldo de cultivo
Para el párroco, la situación de miseria en la que viven es un caldo de cultivo para la marginación. Enumera uno a uno “los despropósitos” que contribuyen a esta situación: “Rumanía es miembro de la UE desde primeros de año pero la moratoria que hay hasta 2009, impide trabajar a los que llegan y se buscan la vida de manera ilegal; algunos logran cobrar, otros tantos no ven un duro”. No tienen agua corriente y la basura es el parque de juegos. “Los niños no están desnutridos; si sus padres no trabajan, ¿de qué comen?”, pregunta. “No justifico que roben, pero no podemos vivir de espaldas a esta realidad”, denuncia.
Cada vez más pequeños
Los niños de entre 9 y 12 años roban al despiste a los viandantes, como si fueran unos Oliver Twist modernos. Los que tienen más de 14, dan el tirón. Algunos amenazan con navajas, según dice un policía. “Cada vez son más pequeños y nos sentimos impotentes, estamos atados de manos y ellos lo saben”, señala. Si ven a un menor de 14 años delinquiendo “intervienen para protegerle y se comunica a los servicios sociales de la Comunidad”, dicen fuentes del cuerpo.
Si los niños tienen padres, la Comunidad de Madrid no puede asumir su tutela, explican en la Consejería de Familia y Asuntos Sociales. “La Administración tutela a los menores en situaciones extremas como los abusos sexuales o de maltrato físico”, añaden.
El párroco cree que la burocracia es una traba para la normalización: “Tardan cuatro meses en lograr una tarjeta de residente, sin documentación no hay padrón, y no existen; oficialmente son invisibles, así es fácil no ver el problema”. Lamenta que pase a menos de 10 kilómetros del centro, donde está el Congreso de los Diputados y las sedes del Gobierno regional y del Ayuntamiento.
Gerardo, un charcutero de Conde de Casal al que compran el bocadillo a diario, los conoce por su nombre: Isaac, Zidane, David, Leonard... “Apunto a los que me deben dinero”, dice enseñando un papel, “siempre acaban pagando, si no, saben que no vuelven a entrar”. Si alguno deja de pagarle, los demás le obligan a saldar la deuda. “El grupo de Zidane es la cuarta promoción que pasa por la tienda. Si fueran al colegio serían los más listos de la clase”, se lamenta.
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