Este artículo se publicó hace 13 años.
A palos con los jóvenes: ¿Quiénes son los cerdos?
Veo en Facebook cómo algunos estudiantes de mi facultad se felicitan por el éxito de la manifestación de hoy y también cómo hacen recuento de moratones y contusiones por los golpes que ha repartido la policía. El vídeo reproducido por Público no deja lugar a dudas sobre la proveniencia de la violencia; varios robocops patean en el suelo a un joven indefenso.
La imagen no es nueva; casi no se distingue de las que vimos en las manifestaciones por una vivienda digna en 2007, en las protestas contra la Guerra en 2003 o en tantas otras movilizaciones. Y tampoco será nuevo el resultado: impunidad para los agentes (varios con pasamontañas y todos sin el número profesional visible en el uniforme), detenciones, acusaciones de desordenes públicos, de resistencia a la autoridad (y quién sabe de qué más) y, probablemente, varias condenas con las declaraciones de los funcionarios de policía como única prueba.
Ayer volví a ver, después de muchos años, La noche de los lápices de Héctor Olivera, una película basada en hechos reales que da cuenta de cómo fueron detenidos, torturados y asesinados, durante la dictadura militar argentina, un grupo de estudiantes de secundaria por su militancia en el movimiento estudiantil. Alguien dirá que no se puede comparar las dictaduras con las democracias. Por el contrario, lo que tiene sentido comparar es precisamente las cosas que son distintas; sería absurda una comparación, pongamos por caso, de un bolígrafo bic azul con un bolígrafo bic azul.
Dictaduras y democracias comparten un cierto consenso social de veneración fetichista hacia la autoridad
El primer elemento que comparten dictaduras y democracias, como cualquier régimen político moderno, es que las tareas de policía están encomendadas a un cuerpo profesional de funcionarios. Quien tramita una denuncia es un funcionario, quien investiga un robo es un funcionario, quien da una patada en la cabeza a un joven en el suelo antes de detenerle es un funcionario, quien aplica la tortura como parte de un dispositivo procesal —ya lo dijo Eduardo Galeano— es sólo un funcionario. ¿Cuál es la diferencia entre unos y otros? Hay quien hablaría de convicciones y de conciencia y seguramente nos diría que los policías de las dictaduras son distintos a los de las democracias. Concederemos que quizá sí, hasta cierto punto, aunque la experiencia histórica española dice lo contrario y los estudios de Bauman (Modernidad y Holocausto) y de Arendt (Eichmann in Jerusalem) demuestran que la diferencia entre un funcionario de la democracia y uno de la dictadura está en la autoridad que le da las órdenes. Como sabemos, la "obediencia debida" ha sido la coartada universal de todos los funcionarios que por las paradojas del destino se han visto en el banquillo de los acusados (desde Núremberg a La Haya pasando por Buenos Aires).
La segunda característica que comparten dictaduras y democracias es un cierto consenso social de veneración fetichista hacia la autoridad. La retórica de la "lucha contra la subversión y el comunismo" sirvió para que una parte de los argentinos mirara hacia otro lado mientras su gobierno arrojaba al mar a 30.000 compatriotas. Pues bien, aquellos que criminalizan las protestas de los jóvenes y se escandalizan al ver un contendor cruzado en una calle o una pintada en un banco mientras el paro juvenil alcanza niveles históricos, al tiempo que callan ante los abusos policiales (cuando no los justifican abiertamente), representan el mismo tipo de materia social sobre la que se construyen las dictaduras y sus crímenes.
Cuando la policía del gobierno del talante responde con violencia a los jóvenes que en este país se han tomado en serio eso de la Democracia, los demócratas debemos, al menos, indignarnos. Se atribuye a Ulrike Meinhof haber dicho que los policías no eran seres humanos sino cerdos. Si efectivamente la malograda fundadora de la RAF dijo eso se equivocaba. Es difícil encontrar una institución más universal que la policía a la hora de representar todas las expresiones de la modernidad racional del género humano (virtudes y monstruosidades incluidas).
Sin embargo, tanto a los que toman las decisiones de reprimir como a los que miran hacia otro lado o las celebran, bien debemos llamárselo: ¡cerdos!
Pablo Iglesias Turrión es profesor de Ciencia Política en la Complutense.
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