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El relojero que no pierde la fe

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Los viejos oficios se han convertido en oficios de viejos, que sujetan el testigo con la paciencia de un santo a la espera de que algún día llegue el relevo. Vicente Soler (Madrid, 1939) lo hace con el temple propio de quien tiene el poder de parar y poner en marcha el tiempo, aunque sabe con precisión suiza que nunca nadie ocupará su puesto.

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Es relojero antiguo. Medio siglo en la sala de operaciones, una modesta esquina que es relojería, casa y templo de Josefina, veinte años sin atenerse a normas horarias pese a haberse criado entre agujas. "Le dejo abierta dos cuartas de persiana para que entre y salga cuando quiera", confiesa Soler, que ha encadenado un gato con otro conforme la muerte se los iba llevando con una puntualidad macabra. Vicente no tiene hijos.

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Mañana y tarde, domingos incluidos, se postra ante su altar de santería, presidido por la Grundig Satellit 2000, una radio del pleistoceno bajo la que se despliegan, en riguroso desorden, pinzas, desarmadores, lentes, papelajos, dos focos a modo de velas y botes de cristal con un líquido, "sedoso como el aceite pero que no es aceite", que usa para limpiar las tripas de los relojes mecánicos. "Estoy preocupado porque me han dicho que van a dejar de servírmelo", susurra difuminado tras un halo de misterio negro. "No sé qué va a pasar con el petróleo, me han dejado KO", añade, como anticipándose al fin del combustible fósil.

Decía Pío Baroja que los relojeros que no son anarquistas son filósofos; y añadía Roberto Arlt, después de toparse en el bus con un especialista en despertadores, que "el trabajo de componer relojes es un trabajo filo­sófico". Vicente, después de rumiar dos tercios de vida agazapado en su rincón, pone en hora algunas verdades. La primera: "Para trabajar hay que estar en muy buen estado de ánimo, porque al desmontar un reloj te puede pasar de todo, y mejor que no te salten los tornillos". La segunda: "Si es necesario, se trabaja más despacio, pues para romper siempre hay tiempo. No puedes dejarlo hecho un rebaño de cabras". La tercera: "El reloj siempre es inocente, no tiene la culpa".

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El cliente, añade Soler, Jorda por parte de madre, es otro cantar. "Te encuentras de todo", reconoce. "Es bastante ingrato, porque hay poca adherencia al gremio". Luego está el reloj electrónico, ya sea analógico o digital, que le ha dado una "bofetada enorme" al mecánico, compuesto de motor, rodaje y oscilador. "Me encanta el oficio, porque recuerda a una operación quirúrgica, pero sigo aquí de milagro. La gente a veces te escabecha", se queja Vicente, cuyo horario fluctúa entre el encargo y la siesta. Si bien no necesita que le venza el sopor para fantasear: "Yo juego al teatro, incluso al cine, con el reloj. Me meto dentro de él o me siento en su manilla". Como Charles Chaplin atrapado en el engranaje de Tiempos modernos o Harold Lloyd colgado de la aguja de El hombre mosca.

"Con la imaginación puedes hacer de todo". Por ejemplo, ver entrar por la puerta catorce relojes, como sucedió el día de la inauguración del local, ubicado en la esquina de la calle de la Fe con Buenavista, dos requisitos indispensables para sobrevivir en el oficio. A sus setenta y cinco, el ojo no le falla, pero la esperanza desfallece. "En realidad, llevo años sin desmontar un reloj mecánico", desembucha Vicente mediada la conversación, que ya ha encauzado la senda de los achaques. "Hace mucho, padecí de vértigo. Notaba cuando iba a venir y no podía trabajar, pero se me ha pasado. Ahora ya no me da ni el aviso". También ha tenido mala pata con la pierna izquierda, tiesa como un huso. "A veces se tropieza demasiado poco, porque tienes la suerte de no dar con la piedra", filosofa mientras campanea uno de los relojes de péndulo que apuntalan el negocio. ¿Habrá sido el de la esquina? "No, ése no me dice nada", responde con prosopopeya. Sobre su cabeza, un Junghans de pared que había sido de su madre, el primero que desmontó en su vida.

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Pálido como si nunca hubiese salido de su cueva, calza gorra de nieto y viste nariz completa, labio fino y camisa de cuadros. "Nunca me casé y cada vez lo veo peor, mira esa gente con hambre o que pierde su casa... Hablan de derecho al trabajo y a una vivienda digna, pero se lo pasan por el forro", despotrica Soler, cuyo apellido no consta en el humilde letrero. "No tengo hijos porque sería demasiado amargo verlos sin porvenir. Nacer ya es un pecado", abunda el hombre del tiempo, que cuando despertó vio cómo los relojeros ya no estaban allí. Una extinción muda que se llevó por delante a sus colegas de cuchitriles y portales, empeñados hasta el último día en "ese trabajo de corcovado y de cíclope", que diría Arlt, consistente en desnudar la máquina del tiempo. Dado el menguante número de ejemplares, parece que la evolución no siempre es deseable, sobre todo si uno termina convertido en un cambiapilas.

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