Este artículo se publicó hace 17 años.
El sueño roto de El Hadj
Llegó a Tenerife en cayuco con 152 desesperados más para ser devuelto a su país en dos meses
“No lo volvería a hacer. Así no. En cayuco nunca. Si en el futuro, inchallah (si Dios quiere), puedo ir en avión, lo haría. Pero en cayuco no. Gastar ese dinero para que te devuelvan aquí es como tirarlo por la ventana. Sufrí mucho para conseguir ese dinero y lo perdí”.
La historia de El Hadj, senegalés de la ciudad hermosa, colonial y arruinada de San Luis, en el norte del país, es la de millones de africanos: el mismo anhelo de salir del hoyo negro de la miseria y la desesperanza, aunque con un matiz fundamental, que puede contarlo. Como él explica, tuvo peor suerte que muchos que consiguen llegar a El Dorado canario para quedarse -porque rozó el paraíso poco antes de ser expulsado de él-, pero mil veces mejor fortuna que los hombres que pueblan los fondos marinos entre las islas y continente más olvidado.
El Hadj ha pasado en este mundo 24 años. Si muchos a esa edad no son ni mínimamente autónomos en el lado rico del planeta, el tipo, de piel satén petróleo y ojos y dientes blancos como linternas, despliega una serenidad en el discurso propia de un hombre de respeto.
Habla con los ojos, con las manos, en ese wolof sincopado que es la lengua franca de Senegal, país de mezcla étnica y tolerancia. Y conduce un Renault 9 destartalado y sucio que sirve como perfecto taxi para transportar lo que haga falta por esta África que vive en permanente agonía. Saca 4,5 euros diarios con este coche sin licencia, una tartana a la que tras mil propietarios sólo le queda una manivela que pasa al pasajero que necesite abrir la ventanilla.
En él se desarrolla la entrevista con el que algunos de sus vecinos ven como un fracasado. En una intimidad rodeada de cientos de personas que en la noche de San Luis hacen de la calle el salón que no tienen en casa para pasar sus vidas precarias al fresco.
La travesíaNo fue fácil para él trabar contacto con los mercaderes de vidas que le iban a pasar al otro lado. “La gente se esconde, disimulan. Hay vigilancia. Pero un amigo me dijo que se estaba preparando un viaje en cayuco así que en unos días vendí lo que tenía para juntar el dinero”, recuerda. Lo que tenía eran tres corderos y un radiocasete de esos con altavoces gigantes. Su pequeña vida sin adolescencia no le había rendido más. No hace ni un año de aquello. Todo lo que El Hadj ha estudiado ha sido el Corán, que puede leer, aunque la madrasa a la que asistió no le dio como para aprender a escribir.
Con los animales reunió unos 250 euros al cambio. Y del aparato no recuerda qué sacó pero lo que sí tiene grabado, y cuenta con emoción, es lo que le dijeron sus hermanas cuando les pidió que completaran el costo de la infame travesía: “Cuando llegues allí no te olvides de nosotras”.
El Hadj tiene dos hermanas mayores que él y otra menor, todas casadas y con prole. Hay otro hermano mayor -”que fue quien me crió, porque soy huérfano de padre y madre”- que tiene dos esposas; con ellos compartía hogar cuando decidió partir. “Yo sabía que la ruta era muy difícil; la gente que se enteró de que me iba me veían como un suicida. Pero yo tenía mis razones. No podía aguantar sin trabajo. Y la pobreza. No podía aguantar cómo vivíamos. Sabía que era muy arriesgado pero esa posibilidad era lo único que me quedaba en la vida”, explica.
“Era el día 7 del mes 12 del año pasado” recita sin esfuerzo para comenzar su relato de los días en que jugó en la comba de las olas atlánticas con la muerte a ver quién ganaba.
"Llegué a la playa (a pocos kilómetros del barrio pesquero de San Luis, en una isla alargada y paralela a la costa no más ancha que La Manga) a las 2.00. Estaban cargando los pertrechos. Hasta las 8.00 no salimos porque algunos no llegaban. Éramos 153”. 153 personas. Todos en un cayuco de estos decorados contra el mal de ojo que usan por aquí los pescadores. Y bien que necesitaban los amuletos.
“De Nuadibú a Marruecos fue lo peor. Había olas enormes. Muchos lloraban. La gente tenía miedo. No sabían nadar y jamás habían montado en barco”. Pasaron siete días con sus noches tremendas de pavor. “A las 4 de la tarde llegamos a Tenerife. ¡Ualhamdulillah!”. Por la gracia de Dios.
Todos se salvaron. En el pasaje negrero eran mayoría los senegaleses, “de Kaolak, de Dakar, de Tuba”, pero también había gambianos y guineanos de Bissau. Todo un negocio para el tipo que fletó el ‘gal’, el cayuco. Si sus otras víctimas hubieran pagado lo mismo que El Hadj, el responsable de la expedición, al que no osa nombrar, se habría llevado un buen pico. 1.000 euros le dio El Hadj. 25 millones de pesetas, 153.000 euros, podría haber ingresado, “un poco menos, porque los que hacían de patrón, seis hombres que se turnaban al timón, no pagaban”.
Llegada a EspañaAsí, endeudado material y moralmente con su familia, desembarcó El Hadj en la opulencia de Tenerife. Asegura que le trataron bien, tanto la Cruz Roja canaria como la Guardia Civil. “Nos dieron ropa, porque la nuestra estaba mojada, y zapatos. Luego dormimos dos días en una comisaría, en un pasillo muy largo. Allí nos contaron y supe cuántos habíamos ido. Después nos llevaron a un cuartel donde estuvimos un mes y nueve días”, desgrana. Se acuerda de todos los pasos, de todos los momentos en que besó apenas la tierra de promisión.
Pero entonces llegó la decepción. “Un día nos dieron unos papeles y dijeron que allí decía que éramos libres, y que nos iban a llevar a Madrid. Pero al llegar al aeropuerto había policías con esposas y pensamos que para ir a Madrid no hacía falta esposas, así que nos dimos cuenta que nos devolvían a Senegal”.
De vuelta a San Luis llegaron en un vuelo que es un suspiro de modernidad frente al cayuco incierto, menos de dos horas. 50 euros les dio la Policía como premio de consolación. Y otros 15 al llegar a la casilla de salida.
El Hadj perdió la apuesta pero ganó más tiempo para seguir jugando. Al menos así lo ve él, que cree que los designios de Alá son inexcrutables pero siempre razonables.
En el avión sintió “frustración”, sobre todo al pensar en el esfuerzo de sus hermanas, asegura. “Debes saber que es Dios quien manda, y Él sabrá porque te ha hecho volver y no quedarte allí o morir en el mar”, le decían los más benévolos. “Yo creo que si Dios decidió que volviera es porque es lo mejor para mí”, confiesa el hombre con esa resignación tan habitual de los musulmanes. “Salimos del avión pensando que habíamos ido a buscar fortuna, pero como no pudo ser, pues cada cual volvió a trazar de nuevo su camino”, añade.
La vida de El Hadj pasa ahora en una casita que comparte con 15 familiares entre hermanos, cuñados y sobrinos (el 45% de la población senegalesa tiene menos de 14 años). Además ha vuelto con su mujer, Noumbé, de 26 años y en paro, y el hijo de ambos, apenas un recién nacido cuando intentó reinventarse en Europa. ¿Y cuál es ahora tu sueño, El Hadj? - “Tener buena salud, una larga vida y mucho dinero”. ¿Y en qué te gustaría trabajar; cómo ganarás ese dinero? -”Bueno, sé trabajar con el hierro”. Preferimos no decir a El Hadj lo que gana en España un ferrallista, su especialidad, y salimos del taxi para tomar unas cocacolas. Mejor seguir soñando.
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