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El sobrino del Che Guevara en León y su infancia en el Habana Libre, el hotel de los revolucionarios
Martín Guevara narra en un libro la vida de los hijos de revolucionarios de todo el mundo acogidos en un hotel de La Habana. "Yo no quería ser un héroe como ellos, me abrumaba la idea. Pero me avergonzaba no serlo", asegura a 'Público'.
Madrid-
Martín tenía diez años cuando abandonó su Buenos Aires natal por La Habana. Era mayo del 73, Nixon acababa de firmar la paz con Vietnam, grupos como Kiss y Aerosmith sacaban sus primeros discos, y en España faltaba poco para que Carrero Blanco jurase su cargo como presidente del Gobierno de Franco. Al otro lado del Atlántico, en el aeropuerto José Martí, un matrimonio argentino y sus tres hijos de diez, ocho y cinco años eran recibidos por un séquito de señores vestidos de verde y armados con metralletas que los escoltaron a su nuevo hogar: el Hotel Hilton Habana Libre.
Martín no lo sabía, pero estaba a punto de recibir una información que marcaría el resto de su estancia en la isla. Su padre, Juan Martín, no tenía cuatro hermanos, como él había creído siempre, sino que había uno más, el mayor, que "había muerto luchando por los pobres" y a quien él encontró parecido con Sandokán: el Che Guevara.
"No nos lo contaron antes porque en Argentina no era conveniente hablar del Che ni que los niños soltasen ese nombre o hablasen de comunismo en la escuela", recuerda hoy Martín Guevara desde León, donde reside desde hace catorce años.
Antes de llegar a León, Martín pasó diez años en Madrid, ciudad a la que se mudó por amor y para iniciar un proyecto de vida alejado de las sucesivas crisis argentinas, por entonces fundamentalmente económicas. En la capital encontró un "Buenos Aires español" en el que se dedicó a multitud de trabajos comerciales, incluyendo el del que, dice, supone las ventas más difíciles: las de enciclopedias a domicilio. Después, se asentó en el sector de logística en León, donde empezó a compaginar su trabajo con la escritura.
Así nació el libro que acaba de publicar, Los niños del Habana Libre (Ediciones Lobo Sapiens), en el que recuerda la etapa entre 1973 y 1977 en la que Cuba acogió a los familiares de revolucionarios provenientes de toda América Latina y parte del extranjero. Unas memorias infantiles sobre la pandilla que Guevara formó junto a otros hijos de intelectuales y disidentes en los salones y pasillos de un inusual centro de poder de la Guerra Fría.
Las memorias son una continuación, aunque también precuela, de un camino literario iniciado con A la sombra de un mito, un libro autoeditado en el que Guevara hace una crítica abierta a la corrupción de la revolución, cuyo Consejo de Estado lo expulsó del país en 1988.
"Esta vez tenía ganas de darle otro enfoque", admite.
Si bien en su debut hablaba de su decepción personal con personajes como el de Fidel Castro, en un momento de pesimismo global generalizado como el actual, Guevara hace un esfuerzo por recuperar referentes idealistas para mostrar lo que él llama las dos caras de la moneda. "Es un homenaje a la amistad infantil y a una generación de padres que aún creía en utopías, que pusieron su cuerpo en ellas y que perdieron mucho". Su punto de partida fue un reportaje escrito en el Havana Times, a raíz del cual el editor Circle Robinson le dijo: "Aquí hay un libro", y a lo que el biógrafo del Che, Jon Lee Anderson, añadió: "Aquí hay una película”.
El Hilton había sido inaugurado 15 años antes de la llegada del menor de los Guevara de la Serna y su familia a Cuba, en 1958, convirtiéndose en el hotel más alto de toda Latinoamérica. Tan solo un año después, era expropiado por guerrilleros marxistas, que lo convirtieron en flamante cuartel general de la Revolución, rebautizándolo como "Habana Libre". El propio Fidel Castro se instaló en una de sus suites, la 2324, durante unos años en los que, como es sabido, la CIA intentó asesinarlo en varias ocasiones.
Se unía así a una larga lista de hoteles resignificados en periodos de conflicto y mitificados por sus célebres huéspedes. En la Segunda Guerra Mundial, el régimen nazi hizo propaganda contra "el grupo Lutetia", que tomaba nombre del parisino Hotel Lutetia en el que se reunían exiliados alemanes contrarios a Hitler. En el Hotel Florida de la Plaza de Callao de Madrid convivieron durante la Guerra Civil los corresponsales de guerra que la cubrían, incluido Hemingway. Y a otro Hilton, el de Teherán, también le cambiaron el nombre por "Independencia" tras la victoria de la revolución islámica. De tantos, pocos tuvieron tanta diversidad internacional entre sus huéspedes permanentes como el Habana Libre. Salvo, quizás, el Lux de Moscú, que de hecho fue purgado por Stalin. El motivo: sospechó de la posibilidad de que los allí exiliados fuesen espías.
En La Habana recibieron asilo los familiares de los principales líderes de la revolución, así como intelectuales y simpatizantes marxistas de todo el mundo. A los meses del arribo de los Guevara, con el golpe de Estado de Pinochet, llegaron un puñado de exiliados chilenos entre los que se encontraba el que se convertiría en el mejor amigo de Martín: el hijo del precursor del Nuevo Cine Chileno, Pedro Chaskel. A la pandilla se unieron los hijos del periodista argentino Pedro Timossi, fundador de la agencia Prensa Latina e inspiración del personaje de Felipe en Mafalda; y algo alejado del núcleo, el nieto del primer vicepresidente del Partido Comunista Indonesio. En perfecta representación del lugar y la época, se llamaba Patria. A esa variedad de pasaportes se le sumó también la lingüística y racial cuando por la puerta del hotel entró una familia negra con pelo afro, zapatos de plataforma y pantalones acampanados de colores psicodélicos: los Newton. El padre, Huey, había fundado los Panteras Negras en Estados Unidos. El grupo estaba completo.
"A nosotros no nos alojaron en el Habana Libre, sino en el Hotel Capri, a unas cuadras de aquel. Sin embargo, a menudo frecuentamos el Habana Libre, ya sea para que los niños pudieran nadar en la piscina, para comer, o para visitar algún amigo allá. Hubo una convivencia especial, pues nos unían nuestros ideales y también el hecho de que Cuba nos había recibido con tanta generosidad. Además, los hijos encontraban a otros niños y jóvenes que podían comprender sus circunstancias: la pérdida repentina de los amigos dejados atrás, la separación momentánea de sus padres, la incertidumbre, el miedo, etc.", explica Margaret Randall. Escritora, académica y activista estadounidense, emigró a Cuba en 1969, también con sus hijos, tras el cierre de la revista literaria que editaba con su exmarido, el escritor mexicano Sergio Mondragón.
En ese contexto, los niños del Habana Libre vivieron una infancia de privilegios propios de aristocracia revolucionaria, acompañando a sus padres en cenas con celebridades como la actriz Candice Bergen, o pidiendo autógrafos a cantantes como Serrat. Pero también, a menudo, sufriendo con las sombras de su condición.
En señal de esos altos y bajos, el grupo de Martín tuvo oportunidad de asistir a una exposición de la Industria Argentina que se realizó en La Habana. La inauguraba, cómo no, el mismísimo Fidel Castro. Y Martín se marcó dos ingenuos propósitos con él. El primero, inalcanzado, tocar la pistola del cinturón del mandamás. El segundo, exitoso, trasladarle una petición de suma importancia. Que hiciese lo posible por liberar a su padre. Estaba preso en la Argentina de la dictadura militar. Y terminaría estándolo durante un total de ocho años.
Martín, como otros familiares de figuras históricas, describe una infancia de padres y madres ausentes, que no culpables, entregados a tareas revolucionarias. Randall corrobora su testimonio, con un matiz. "La tarea de hacer una revolución en las condiciones de Cuba era titánica. Realmente se necesitaban todos los esfuerzos. Como feminista, creo que la revolución pasaba por alto la oportunidad de cambiar realmente el lugar de la mujer en la sociedad. Y creo que esa falta terminó afectando no solo a la mujer sino a la misma revolución".
De la misma manera, el linaje suponía un peso también titánico para aquellos niños. En particular, para los Guevara, que se enfrentaban a un recuerdo diario de su responsabilidad histórica: el juramento de los pioneros. Hiciese sol o lluvia, sin falta, cada día, entre los seis y los doce años, al llegar al colegio, todos los niños del país habían de responder al llamado de su profesor:
-¡Pioneros, por el comunismo…
-... ¡¡SEREMOS COMO EL CHE!!.
"¿Qué se suponía que debíamos entender?", se pregunta Martín en el libro.
Lustros después de aquellos juramentos matutinos, las cábalas que provocaban siguen dejando huella. "El Che para mí era un orgullo enorme", dice Martín. "Pero al morir en las condiciones en las que murió y al convertirse en leyenda global, obligaba a la familia a tener una actitud similar. Y yo no quería ser un héroe como ellos -en referencia a su padre y su tío-, me abrumaba la idea. Pero me avergonzaba no serlo. Crecí en esa contradicción". Y continúa: "Al vivir en Cuba estaba omnipresente, como en toda Latinoamérica. Te hacían la pelota y tenías privilegios. Pero eso al final te destruye como individuo. Necesitas saber qué tienes por ti mismo y qué por tu familia".
De todos los casos como el suyo que Martín conoció en el hotel, plurales e ideológicamente diversos aún a día de hoy, solo recuerda dos de jóvenes que siguieran al pie de la letra la estela de sus padres. Por lo general, "los hijos de revolucionarios terminamos negando la revolución", asegura. Pero recuerda que aquellas dos excepciones, chilenas, entrenaron con armas y se unieron a la guerrilla en El Salvador y en Nicaragua. Y que uno de ellos, Víctor Otero, cayó muerto en una emboscada en 1989.
Para Martín, el legado es la obligación de cuestionarlo todo. "Otra forma de rebeldía. Eso y el compromiso de ver las injusticias. A mí aquella Cuba me parecía una traición a mi tío. Así que esa interpretación fue el camino que yo tomé".
Hoy, Martín y Margaret mantienen correspondencia por correo electrónico después de haberse conocido cuando esta escribía un libro sobre el Che. Reflexionan sobre el estado del mundo y el rol de los idealistas, y hace poco, ella finalizaba su carta de fin de año con esta reflexión que forma parte de su interpretación del legado de aquella etapa en Cuba: "En tiempos de oscuridad, el arte y otras formas de creatividad son especialmente importantes. Recuerdan a quienes lo reciben que la belleza y las nuevas ideas florecen a pesar de todos los obstáculos y animan a otros a hacer cosas nuevas".
En 1977, los niños del Habana Libre abandonaban el hotel para ser reubicados en otras viviendas proporcionadas por el Estado y que este retomara su actividad normal. En 1996, la cadena Sol Meliá asumía la gestión y ponía el sueño del 59 al servicio del marketing con el rebranding "Tryp Habana Libre". Y en 2015, Paris Hilton, la bisnieta de otro mito histórico, visitaba la ciudad y publicaba un selfie en su Instagram con el hotel que expropiaron a su familia de fondo.
"Hay una reacción brutal contra aquellas utopías que es la que está ganando terreno", dice Martín. "Pero hay conquistas importantes. A pesar de haber perdido, se ganó. Y ningún tiempo pasado fue mejor".
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