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Expulsados: vidas truncadas por la política de Sarkozy

Muchos jóvenes marroquíes son devueltos a su país, donde ya no tienen familia ni un techo

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Sentada en un oscuro café del Bulevar de París, en Tánger, cuesta imaginarla plantando cara a tres fornidos policías franceses. Los mismos que la metieron a la fuerza en un barco en el puerto de Sète y la ataron a la litera de un camarote donde pasó más de diez horas encerrada. Samira Bobouch, 23 años, menuda, apenas un metro cincuenta de estatura. Con su camiseta azul y rodeada del habitual paisaje de bigotes y fumadores sin complejos, parece frágil. Sus ojos, inmensos y miopes -los agentes no le dejaron coger sus gafas- se llenan de lágrimas cuando cuenta su historia.

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Una vida de muchacha normal truncada por una promesa electoral. La que el ahora presidente francés hizo siendo aún candidato para seducir a los votantes de extrema derecha. O más bien por una política de caza al emigrante encargada a quien se considera el cancerbero de Sarkozy, su ministro de Inmigración, Integración e Identidad Nacional, Brice Hortefeux. Sus deberes eran claros, debía expulsar a 25.000 sin papeles en 2007. Samira es una de los marroquíes que han sido, según el eufemismo que utiliza el Gobierno francés, éloignés, alejados.

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Ahora vive con unas jóvenes que le permiten que duerma en un sofá de su piso de un barrio popular. Pero "es duro vivir de la caridad". No encuentra trabajo y sufre por una mentalidad ajena a sus costumbres ya francesas. El haberse integrado tan bien en el país que ahora la ha expulsado, le impide aclimatarse a su lugar de origen. Samira no estaba acostumbrada a no poder salir de casa en cuanto cae la noche a riesgo de ser tomada por una prostituta. "Quiero volver a mi casa", solloza.

Antiguo campo de concentración

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Jihad no se resistió. Le amenazaron con meterle en la cárcel si lo hacía. También pasó encerrado en un camarote todo el viaje a Marruecos. Ahora está en Tineghir, al sur, donde su padre vende verduras en el zoco. Él era la esperanza de su familia, que lo mandó con su tío a Francia para que estudiara.La escuela de hostelería de Sucy en Brie le ha guardado su plaza. En Marruecos, no existe una formación similar. Jihad ha abandonado, qué remedio, sus estudios.

"Yo nunca he hecho mal a nadie", explica en un francés de inequívoco acento parisino. "¿Por qué? Te dejan en medio del desierto y te dicen ‘apáñatelas'. No entiendo por qué me han hecho esto. Yo me he esforzado siempre por integrarme y, cuando lo consigo, me expulsan". Cuando no está en su pueblo, Jihad vive en una habitación en Rabat -una "ratonera" dice Lucile Daumas- sin ventanas, agua corriente ni cuarto de baño.

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"Violencia tremenda"

La semana pasada, Lucile recibió una llamada de uno de estos chicos. Nadie había acudido a recibirlo, pero no tenía dinero y no le dio tiempo a decirle dónde estaba. Una segunda llamada se cortó también, justo después de que el chico le implorara "No tengo a donde ir, ayúdame". Lucile devolvió la llamada angustiada. El número era de un móvil de un hombre que había prestado su teléfono al muchacho. Desde entonces, silencio. La pista de este adolescente, como la de tantos otros, se ha perdido en las calles de alguna medina de Marruecos.

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