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Un libro describe los engaños y errores que llevaron a la guerra de Irak tras el 11-S

Transcurridos diecinueve años desde el 11-S y diecisiete desde la invasión estadounidense de Irak, la situación en el conjunto de Oriente Próximo se ha deteriorado causando un número incontable de muertos, heridos y desplazados. Un reciente libro revisita los meses que condujeron a la invasión de 2003, basada en las mentiras y los errores que gestaron "ideólogos" políticos que ignoraron deliberadamente los hechos.

Foto del 19 de marzo de 2003 de una protesta delante de la Casa Blanca, en Washington, contra la intervención en Irak, un día antes del comienzo de la guerra. AFP/NICHOLAS ROBERTS
Foto del 19 de marzo de 2003 de una protesta delante de la Casa Blanca, en Washington, contra la intervención en Irak, un día antes del comienzo de la guerra. AFP/NICHOLAS ROBERTS

EUGENIO GARCÍA GASCÓN

Dos años después de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, el presidente George Bush hijo procedió a invadir Irak dando origen a un periodo de extrema inestabilidad en ese país que pronto trascendió a otros países de la región, sembrando un estrepitoso caos que todavía hoy siguen sufriendo millones de árabes y no árabes.

Las comisiones del Congreso que estudiaron los ataques del 11-S coincidieron en señalar como responsables de la tragedia a los servicios de seguridad estadounidenses, a los que acusaron de no haber sabido ligar los indicios que conducían a la faraónica operación diseñada por Osama bin Laden y su organización Al Qaeda.

Sin embargo, los servicios secretos, incluidos la CIA, los del Pentágono y el FBI, se resarcieron pronto de aquel fracaso aportando pruebas a la medida de lo que quería la Casa Blanca, justificando la puesta en marcha de la invasión de un país que no había tenido nada que ver con la conspiración del 11-S, y que aunque no representaba ninguna amenaza para EEUU ni para Occidente, sirvió de cabeza de turco.

Los errores, engaños y desinformaciones que los distintos servicios secretos americanos pergeñaron, "probaban" que Saddam Hussein disponía de armas de destrucción masiva y que apoyaba a Al Qaeda. Todo ese montaje constituye el marco de un libro aparecido esta semana que estudia aquel gigantesco desaguisado: To Start a War: How the Bush Administration Took America Into Iraq, del periodista Robert Draper.

Imagen del 21 de marzo de 2003 de un caza F/A-18 despegando del portaaviones USS Constellation, en los ataques de EEUU a Irak. AFP
Imagen del 21 de marzo de 2003 de un caza F/A-18 despegando del portaaviones USS Constellation, en los ataques de EEUU a Irak. AFP

La investigación de Draper aporta documentos recientemente desclasificados y recurre a funcionarios de la CIA y del departamento de Defensa que trabajaron en los frenéticos meses que precedieron a una invasión que ocho años después había causado la muerte a 4.500 estadounidenses y unos gastos enormes. La mayoría de las víctimas eran soldados que regresaron a EEUU en cajas de pino envueltas con barras y estrellas.

Según Los Ángeles Times, el libro de Draper no solo describe la tragedia causada por "personal tóxico y disputas políticas de la era Bush", también es una narrativa convincente sobre "cuántas calamidades pueden derivarse de una aproximación ideológica a los hechos", una lección que muy bien podría servir de advertencia a una Europa cada vez más hundida en ideologías populistas y nacionalistas, que no invaden Irak pero sí que invaden, también con engaños, a los ciudadanos que no comulgan con esas ideologías.

A diferencia del presidente Donald Trump, "que pronuncia falsedades a diario", Bush era un "verdadero creyente", y por eso puso por delante su ideología y aplastó las pruebas que mostraban que Irak ni tenía armas nucleares, ni las buscaba, ni representaba una amenaza para Estados Unidos. La ideología de un creyente puede ser más peligrosa que la de un mentiroso compulsivo como Trump.

Fotografía del 20 de marzo de 2003 del presidente de EEUU, George W. Bush, en el Despacho Oval de la Casa Blanca, recibiendo información del comienzo de los ataques a Irak, con el vicepresidente Dick Cheney (de espaldas), el director de la CIA, George Ten
Fotografía del 20 de marzo de 2003 del presidente de EEUU, George W. Bush, en el Despacho Oval de la Casa Blanca, recibiendo información del comienzo de los ataques a Irak, con el vicepresidente Dick Cheney (de espaldas), el director de la CIA, George Tenet (2izq.), y su jefe de Gabinete, Andy Card (der.). AFP

Draper cuenta que la invasión comenzó a fraguarse pocos días después del 11-S, cuando el vicepresidente Dick Cheney visitó la sede de la CIA en Virginia. En aquel tiempo, el personal de la CIA andaba como loco buscando vínculos entre los terroristas y Al Qaeda, pero Cheney les ordenó que dejarán de lado a Bin Laden y que se centraran en Saddam Hussein, una petición que para los espías americanos carecía de tanto sentido como si alguien hubiera querido atribuir el 11-S "a Bélgica".

Durante el año siguiente, Cheney y "otros ideólogos" se adentrarían en ese camino, asegurando sin asomo de duda que Saddam Hussein disponía de un arsenal secreto de armas nucleares, biológicas y químicas. Naturalmente, los agentes y analistas de la CIA que se ocupaban del tema sabían que eso era mentira, pero algunos de ellos se prestaron al juego de los "ideólogos" y la bola fue creciendo y suscitando una alarma injustificada entre la población americana.

Bush necesitó poco tiempo para decidir que había que invadir Irak. Solo dos meses después del 11-S, el presidente ya había ordenado que se preparara la guerra, una decisión que no tenía ninguna relación con la inteligencia que le proporcionaban sus servicios secretos. Un año después, en diciembre de 2002, Busch declaró: "No podemos esperar a tener la prueba final, el arma humeante, que podría llegar en forma de una nube de hongo".

Como sea que las pruebas de la existencia de armas nucleares, biológicas y químicas no llegaban por más que los inspectores de la ONU las buscaban por todas partes, Washington señaló que eso era una prueba de la inteligencia de Saddam Hussein, quien era capaz de ocultarlas a la ineptitud de los inspectores.
Un operativo de Al Qaeda torturado en Egipto confesó que "había oído a alguien sin identificar" que Saddam Hussein estaba en tratos con Bin Laden.

Aunque era otra falsedad, la administración Bush la dio por buena y la anotó como prueba definitiva que justificaba la guerra. Otra evidencia similar, de carácter terciario y sin ninguna base real, es más, que una vez investigada por el FBI se comprobó que era totalmente falsa, vinculó al presidente iraquí con Bin Laden.

Aunque a mediados de 2002 el Pentágono confeccionó un informe en el que se decía que la inteligencia de EEUU sobre las supuestas armas de destrucción masiva de Irak era "incompleta" en un 90 por ciento, el jefe del Pentágono, Donald Rumsfeld, archivó el informe de manera automática ya que tenía el pequeño defecto de que no concordaba con lo que pensaban los ideólogos de Washington.

Otras falsedades siguieron llegando, como la fabricada por la CIA que aseguraba que un ingeniero iraquí había comprado uranio en Níger. Una rápida comprobación en Google mostraba que la supuesta carta en la que se basaba esa aserción era un fraude. Al final las mentiras justificaron una guerra que nunca tenía que haberse producido y que causó un enorme daño a Irak, Oriente Próximo y Europa, un daño que todavía no ha terminado.

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