Este artículo se publicó hace 4 años.
LuzesCielo o cénit. La autoría femenina en la poesía gallega
¿Sostienen realmente las mujeres esa relevancia en la poesía de la que tanto se habla? ¿O es sólo en relación con otros géneros? ¿Cómo ha llegado la mujer escritora hasta aquí?
Madrid-
«Las mujeres sostenemos la mitad del cielo». Con esta célebre reformulación de un pasaje de Confucio, Xohana Torres reforzó, en su discurso de ingreso en la Real Academia Gallega, su reivindicación de las «numerosas escritoras que hace tiempo irrumpieron con fuerza en nuestra literatura». Parece existir cierto consenso alrededor de la relevancia de la autoría femenina en el ámbito de nuestra poesía. Pero, ¿es así solo en comparación con otros géneros? ¿Cuáles fueron los condicionantes? ¿Sostienen realmente las mujeres la mitad de ese cielo? ¿Es cielo, o es cénit?
Como acontece con los tótems originales —construidos en madera de cedro para que resistan bien a la intemperie— la figura de Rosalía sufrió suficientes metamorfosis y paradójicas aportaciones. Innegablemente popular, como refleja su nombre en docenas de institutos y colegios, plazas, calles y camisetas que la celebran como referente auroral de las letras gallegas, ni el estudio de su obra ni la aproximación a su figura fueron exhaustivos, tal como señala María do Cebreiro: «Rosalía aún es una poeta poco y mal leída. Toda nuestra imagen de Rosalía se asienta, fundamentalmente, en algunos (pocos) poemas de solo dos de sus libros, a pesar de tener como tiene una obra vasta y compleja en varios géneros y en dos lenguas y testimoniar la recepción de la literatura global del XIX (Hoffmann, Poe, Heine o Goethe). Un ejemplo elocuente es el hecho de que, hasta donde sabemos, ni los Cantares ni las Follas fueron, por entero, lectura obligada en la enseñanza primaria o secundaria».
Puedes seguir leyendo este artículo en gallego aquí
Tampoco son ningún secreto las alineaciones establecidas por ciertas lecturas de una Rosalía fundacional, si consideramos cuánto de discurso patriarcal hay en el mito rosaliano: «fueron los ‘padres’ de la literatura gallega contemporánea los que construyeron una determinada idea de Rosalía como metonimia de la Galicia-madre, imagen que el feminismo gallego del XX tuvo que someter muy pacientemente a crítica, y quizás no siempre con el suficiente impacto social», añade María do Cebreiro Rábade Villar. Ahí asientan los paralelismos entre el sometimiento de la mujer y el de la lengua, la idea de ser un pueblo lírico, y en definitiva, el constructo del sentimentalismo gallego estudiado por Helena Miguélez en los últimos años.
Coincide Isaac Lourido en estas reservas al considerar que, mismo recuperada por las poetas posteriores —«reapropiada desde la crítica y la creación feministas», afirma Helena González—, la genealogía rosaliana fue «muchas veces reducida críticamente a lo lírico y a lo sentimental, a lo no-político y al accesorio, y otras tantas, y ni siempre con argumentos fundados, a la barricada de la resistencia (lingüística, cultural e identitaria)». Pero el tótem resiste.
Alrededor de los años 50, con un más que reducido panorama de publicaciones periódicas culturales como paño de fondo, los poemarios de autoría femenina que salen de la imprenta son los de María Mariño, Pura Vázquez, Luz Pozo Garza, María do Carmo Kruckenberg e Xohana Torres. Exceptuando el caso de Mariño —con una publicación póstuma y una historia de recuperación singular—, mientras las primeras continúan publicando en las décadas siguientes (60 y 70), los paréntesis poéticos de Torres son dilatados y sus libros se sitúan en un lugar inaugural —ora abriendo la colección de poesía de Galaxia, Isla Nueva, en el 1957; ora la colección Dombate de la misma editorial en el 1981—, aspecto que parece preludiar su posición en el arranque de la «poesía de los 90», condensada en ese verso que deviene manifiesto: «Eu tamén navegar».
El entrecortado aliento de estas publicaciones, o hechos como que sea Margarita Ledo Andión la única mujer en una antología dos décadas más tarde, n’Os novísimos da poesía galega —1973, antología que quiso servir de escaparate generacional gallego a la manera de Josep Maria Castellet sobre la poesía española-, nos recuerdan, —destaca María Xosé Queizán—, que «la entrada de las mujeres no es fácil en ningún sitio, entren en un campo o en otro».
Con todo, en términos cuantitativos, las mujeres comenzaron a agarrarse antes del cielo poético que del narrativo o del ensayístico. Al preguntar por los factores que pudieron influenciar esta preeminencia aparece, en primer lugar, el poder legitimador de Rosalía, un verdadero tópico en el discurso cultural gallego. Según Lourido, es este un factor de «cariz histórico o genealógico, dada la centralidad simbólica de Rosalía de Castro y las reconstrucciones hechas de una genealogía discontinua —y por eso mismo «resistente», valiosa— de la figura de la ‘poeta-mujer’ —Luz Pozo, Xohana Torres, María Mariño, en los años oscuros—».
Factor que «diferenció a finales del XX la literatura gallega de otras del entorno, por ejemplo, la catalana», como la propia Maria-Mercè Marçal reconoció, añade Helena González. Arrancamos en la posguerra, pero la filiación rosaliana —no nos referimos aquí a la influencia real de su poética— dará frutos hasta nuestros días: en forma de antología en los 90 con Daquelas que cantan…, en el 2006 con Poetas con Rosalía o en el 2015, con De Cantares Hoxe…, por ejemplo. Su poder es usado «como garantía de continuidad con la tradición —es decir, no como señal de ruptura sino como elemento estabilizador— o por parte de algunas poetas como marca de una aspiración a lo canónico», apunta María do Cebreiro.
Tanto Xohana Torres como María Xosé Queizán, que habían experimentado diferentes géneros exitosamente —basta recordar el célebre premio Galicia del Centro Gallego de Buenos Aires por Adiós, María de Torres y el destaque de Queizán en la Nova Narrativa Galega— anuncian el despliegue de la literatura de autoría femenina posterior y coinciden repetidas veces en un proyecto, a la vez que otras voces que abren camino, como Pilar Pallarés, Luísa Villalta y Xela Arias.
Fue precisamente Queizán la coordinadora de una publicación crucial, de signo feminista: a Festa da Palabra Silenciada, nacida en el 1983. «En los comienzos se dedicó, fundamentalmente, a que las poetas ya consagradas que había en Galicia —como Pura Vázquez y Xohana Torres— coincidieran con las nuevas, que estaban comenzando, aún niñas. Esta confluencia fue muy fértil para la poesía gallega en general», explica Queizán. A esta voluntad de servir de espacio de encuentro se une la dinamizadora y visibilizadora: «no solo fomentó la creación poética, sino la ensayística y la crítica; la Fiesta… consiguió que en poco tiempo hubiera una nómina de mujeres escritoras en Galicia que antes parecía no existir».
Además, la Festa da palabra silenciada puso en valor la obra de diversas autoras: «Eso es algo por lo que comienzan casi siempre las revistas o publicaciones de mujeres: por sacar a la luz a mujeres que estaban ocultas, en una primera fase», apunta. Con un segundo número dedicado a Rosalía de Castro, un tercero a Francisca Herrera Garrido o, ya en el 1997, uno a María Mariño, va siendo tiempo de valorar su incidencia en el sistema, como reivindica Queizán: «En el caso de Francisca Herrera tuvimos éxito, porque solicitamos que se le declarara el Día de las Letras Gallegas y la Academia así lo hizo».
Al lado de ella, las voces de la década de los 80 se aglutinaban en revistas como Dorna (1981), Luzes de Galiza (1985) o Andaina, también con un enfoque feminista, pero tanto el vitalismo de la Festa da palabra silenciada como su amplitud de concepción singularizan el proyecto. Considerado 1976 el año de la fractura poética en el panorama gallego con la publicación de Con pólvora e magnolias, Menesteres e Seraogna, las mujeres poetas «ocupan» la palabra coincidiendo con la llegada de la democracia.
La conciencia de tal hecho es inmediata, como demuestran artículos de la época o las declaraciones de Queizán, entendiendo que a partir de los 80 y del trabajo en la Festa da palabra silenciada «hubo una eclosión de la poesía de mujeres y también un cambio en el canon poético, que se amplió, si atendemos al aspecto de la sexualidad o a muchos otros». Pero, como recuerda Helena González, «la historia de este período está toda por desgranar poco a poco, al otro lado de los posicionamientos críticos» y la comprensión del rol de las mujeres en la poesía gallega se beneficiaría también de una propuesta de superación de la orden generacional 80/90, en la línea de lo esbozado por Iris Cochón en el 2001.
Volviendo a la pregunta fundamental, ¿es la relevancia de la autoría femenina en poesía resultado de ciertas resistencias históricas o genéricas del sistema? Evocando a Woolf, indica Queizán: «la narrativa necesitaba más tiempo, más dedicación y más profesionalidad. Las mujeres carecían de cuarto propio, aunque en las mujeres de los años 90, incluso de los 80, eso ya no sucedía». Impresión que complementa Lourido, al entender «la poesía como género privilegiado de acceso al campo para autores y autoras inéditos —publicación en revistas, publicación de primer libro, numerosa convocatoria de premios, etc.—, con unas reglas de juego específicas (históricas y coyunturales) para el subsistema de la poesía —menos pendiente del mercado que la narrativa, menos patriarcal que el ensayo, con mayor dinamismo editorial que el teatro— que facilitan la aparición regular de nuevas autoras».
Con los 90, llega el boom. Estallidos y bombas de palenque. La metáfora del estourido paira sobre muchos textos críticos de esta década, y aún de la siguiente, proporcionando un nombre expresivo para un momento caracterizado por la emergencia de poetas, su potente coordinación grupal y la —supuesta— proyección social conseguida. Pero tal vez faltaríamos a la verdad de no presentar el boom como un fenómeno tan literario como crítico. A pie de década, en una de las mesas del Segundo Encuentro de Nuevos Escritores en Lengua Gallega (2001), ya se podía escuchar a María do Cebreiro comentar: «[este fenómeno] fue acompañado —no sucesivo, de hecho, a veces fue mismo precedido— de un aparato crítico-teórico, surgido sobre todo de la Universidad, pero también de los propios escritores».
Algo que no es en absoluto ajeno, por otra parte, a los procederes críticos o editoriales, como hace ver Isaac Lourido: «siempre hay algo de construcción (crítica, mediática, institucional) en estos casos. Pero pienso que debemos retirar cualquier sospecha o connotación negativa al término. Construir (y naturalizar) es una de las funciones de la historia literaria, de la crítica y de otras instituciones, materiales y simbólicas. Pero es imposible construir si no hay densidad estética, dinamismo en el sistema, energía creadora y relacional... Surge, digamos, una tensión dialéctica entre lo que se produce y lo que se construye». En esta línea, considera Helena González que el boom de los 90 fue posible «porque surgieron muchas poetas que en vez de empezar a tartamudear a partir de modelos resecos tenían a su disposición los modelos literarios y el imaginario que construyeron los feminismos (‘gramática violeta´), no solo los gallegos, junto con una sociedad, una escuela y un lectorado más igualitarios».
Así, hace falta propiciar una comprensión amplia del fenómeno, que sitúe las circunstancias socio-históricas de la altura. Volviendo la mirada a la recepción, subraya María do Cebreiro el papel fundamental de la «paulatina institucionalización de la crítica literaria gallega en general y de la crítica literaria feminista en particular, que propició la aparición de una casta de subgéneros de la escritura académica poco presentes en el debate sociocultural hasta aquellos años y, por cierto, casi inexistentes hoy en día. Claro está que la entrada de las instituciones en la definición de los repertorios es una manera de mediación cultural, y por lo tanto de creación de puentes entre la expresión literaria y el poder por parte de determinados agentes». También Lourido apunta hacia la coyuntura social, principiando por el ámbito académico: «Siempre me interesó pensar en la relación entre la poesía de los 90 y la masificación de la universidad gallega en esos años, la consolidación institucional del nacionalismo (BNG) y su alianza/apropiación con/de determinados movimientos sociales, como el feminismo para lo que nos importa».
Junto con manuales clásicos de Carmen Blanco, y aportaciones de Teresa Seara o Iris Cochón, «el papel de Helena González fue fundamental, como investigadora, crítica y canonizadora, tanto de la poesía de los 90 como de la específicamente producida por mujeres y de sus vínculos con poéticas anteriores», subraya Lourido. Con perspectiva, González entiende hoy que optó «por la política de la afirmación» como crítica, por «habilitar o generar un marco nuevo de comprensión», sin pretender que su lectura fuera normativa. A ella pertenecen las tesis d'Ela e o paraugas totalizador, o etiquetas como la de poeróticas, que caracterizaba algunas de las apuestas de la década. ¿Pero cuánto había de político en los cuerpos expuestos de los 90?
Parece este uno de los debates críticos de la época, problematizado a seguir por María do Cebreiro: «Pienso que cierto décalage —salir mi primer libro recién estrenado el milenio— está detrás de mi resistencia —argumentada en algunos trabajos posteriores, como el artículo-manifiesto O noso corpo é un campo de batalla— a hacer del erotismo la marca más visible de las poéticas coetáneas. Desde el punto de vista mediático resultó tentador adscribir el trabajo literario de las mujeres a la búsqueda de una exploración del cuerpo y de la sensualidad, otorgándole a esta búsqueda un valor subversivo de por sí, sin entender —con Foucault— que si hay algo omnipresente en nuestras sociedades, cuando menos en el plano discursivo, es el sexo». Formulándolo con el escueto título de la obra prima de Lupe Gómez, lo que de subversivo encuentra do Cebreiro en esa escritura fue «la pornografía, es decir, la escritura ubicada deliberadamente en las periferias de la corrección, en los límites del género (sexual y literario)».
No tanto el etiquetado del «boom violeta» como su mediatización trajo ciertos peligros, entre los que destacan el velo uniformador acostado sobre las propuestas o sus efectos sistémicos. Tomando los planteamientos de Iris Cochón, nos preguntamos: ¿cómo hacer visibles tanto los «desmontajes de lo hegemónico» (Lupe Gómez, Yolanda Castaño, Olga Novo…), como «el coloquialismo natural» (Rafa Villar, Fran Alonso…) y la «experimentación postsublime» (Chus Pato, Xabier Cordal…), dentro de las apuestas más dionisíacas? Volviendo a la voz de Lourido: «pienso que la denuncia del «nacionalismo» como «paraguas totalizador» de otros discursos subversivos acabó por provocar el encaje de la «poesía escrita por mujeres» en el relato y en la teleología de la normalización (literaria y cultural). La promoción social de la figura de la poeta-mujer provocó una nivelación de las diferencias —hasta de las tensiones y contradicciones— entre las poéticas divulgadas, pero también la creación/construcción de expectativas para una «fase siguiente» —no sé si concebida como mejor o superior, en todo caso «deseada» y «necesaria»—: la incorporación de la mujer al género narrativo (primero) y a los otros».
El giro producido de los 90 a los 2000 es llamativo: mientras la producción poética devala en protagonismo, el Premio Xerais, entre otros, comienza a caer repetidas veces en narradoras, que ganan espacio en los medios de difusión cultural y cuya obra es recibida con entusiasmo crítico y lector. Concuerda en esta apreciación Lorena López con la idea de Dolores Vilavedra de que se produjo «un esfuerzo activo por parte de diferentes agentes literarios por visibilizar a las narradoras». En pocos años, «se percibe un cambio en el mercado editorial» importante, que llevó a Helena González a hablar de una «moda violeta» al servicio del mercado. Echando la vista atrás, ella misma comenta que «la moda puede ser entendida como algo fugaz y dependiente; mas también es una herramienta eficaz para la afirmación y la diferenciación: propicia el reconocimiento, la inteligibilidad». Sea en el boom de los 90 o en el 2000, «pensar la nación sin los cuerpos, sin sus experiencias, sin su deseo, sin sus emociones reduce la nación a falsificación», añade.
En astronomía, se llama cénit a la intersección entre la vertical de la observadora y la esfera celeste, esto es, el punto más alto del cielo sobre nuestras cabezas. Al otro lado de su acepción figurada como cima o punto de máximo desarrollo —desde la que observar la ruptura ética y estética del boom de los 90, pero también el legado de la voz femenina autoconsciente que se detecta incluso en los poetas actuales—, bien puede servir la abstracción astronómica para valorar cuáles fueron y son los «techos de cristal» que la producción de mujeres encuentra. Estos van del propio concepto de representación o la lucha por el reconocimiento basada en patrones ajenos —reductores, que insisten en un etiquetado del subconjunto «escritura de mujer», según María do Cebreiro o Lorena López—, hasta el lento proceso de normalización de sus roles en la vida cultural: la debatida entrada en la RAG, en las editoras o en la crítica. Sostener qué cielos; conseguir qué cénit.
Este artículo se publicó originalmente en gallego en la revista Luzes. Ahora Público lo reproduce como parte de un acuerdo de colaboración con la revista. Aquí puedes encontrar más artículos de Luzes en Público.
Comentarios de nuestros suscriptores/as
¿Quieres comentar?Para ver los comentarios de nuestros suscriptores y suscriptoras, primero tienes que iniciar sesión o registrarte.