Opinión
Aprender a ausentarse

Por Miquel Ramos
Periodista
He pasado unos días relativamente alejado de la actualidad, mirando tan solo de reojo y a deshora el timeline y los boletines de noticias que recibo en el correo. Una breve, voluntaria y casi completa desconexión de la vorágine informativa, de la opinología compulsiva y del ruido que todo esto tan lamentablemente cotidiano provoca en tu cabeza desde primera hora hasta que apagas los cacharros poco antes de dormir. Y no ha sido precisamente en un período en el que suele ser más normal, en pleno agosto, en Semana Santa o en Navidad. Ha sido en pleno mayo, bordeando esa especie de final de curso, con la agitación propia de quien quiere terminar todo antes de verano, con un inevitable runrún de fondo que te recuerda que podrías estar trabajando y no lo estás haciendo. O peor, que deberías hacerlo, sean cuales fueran los motivos de tu ausencia.
Hoy retomo el trabajo. Podría coger cualquier tema de actualidad y darle una vuelta para esta columna semanal, pero prefiero hablar de este paréntesis y las sensaciones que todavía hoy me atraviesan, viendo todo con más calma, habiendo estado al margen de la rutina, y agradeciendo que durante todo este tiempo, podía pararme a pensar. Algo que no solemos hacer cuando estamos inmersos en la frenética jornada laboral habitual, que, para muchos, como un servidor, ni entiende de festivos, ni de fines de semana ni de timbres ni horas. Y siempre acompañado por ese sentimiento de culpa por no estar produciendo, por no estar disponible. O peor, por no comentar tal cosa, como si debieras hacerlo, como si alguien esperase tu opinión. Lo piensas así, con la serenidad que te ha dado esta breve toma de distancia, y, aunque te gusta tu trabajo y te sientes un privilegiado por dedicarte a lo que siempre quisiste, todo esto te resulta tan triste como patético. Esta sensación de improductividad, de no poder desconectar, al final, le quita gran parte de ese valor precioso a tu oficio.
Se ha escrito ya mucho sobre esa carga emocional propia del capitalismo que te hace sentir mal cuando no trabajas. No voy a repetirme. Pero en este oficio, en el que la actualidad manda, y vas a remolque de ella, desaparecer o mantenerse al margen es como ver pasar la vida desde una pecera. Sea lo que sea lo que te haya hecho alejarte estos días. Aunque sea, como en mi caso, por voluntad propia, por nada malo, más bien todo lo contrario. Pero ni así. Llegas a pensar incluso que ni te lo mereces. Que ese paréntesis es demasiado, que vas a perderte mucho, que cuando vuelvas, vas a tener que currártelo el doble para estar a la altura, para llegar a tiempo, para que se acuerden de ti. Qué patético es visto así.
Me pilló fuera el apagón. Vi desde lejos como, en los grupos de Whatsapp de mis vecinos, de mis amigos y de mi familia, se iba relatando el acontecimiento, las circunstancias en las que había pillado a cada uno, lo que iban actualizando los medios españoles y la prensa internacional. Seguí con menos interés las reacciones políticas al suceso, lo que era evidente que iba a dar de sí en el triste circo político y mediático en el que estamos inmersos. Aunque surgieran debates necesarios e interesantes sobre lo público y lo privado, sobre la resiliencia ante la adversidad.
Vi con menos interés las incesantes batallitas en la izquierda y los relatos apocalípticos habituales de la derecha. Extrema pereza. Ahí no quiero volver, pienso. Ni a la toxicidad de las redes, ni a la mala sombra de nadie. Disfruté con el doxeo a los fascistas anónimos en redes. Y pasé de puntillas por la elección del nuevo papa. Veremos lo que pasa, aunque ver preocupados a los más reaccionarios siempre es una buena noticia.
Seguí con más interés la actualidad internacional. Gaza, de donde no puedo apartar la mirada, los últimos desmanes de Trump, la deriva de la Unión Europea o los pasos que va dando la extrema derecha, que son noticia cada día. Unos minutos tan solo para ver cómo discurre el mundo mientras estás a tus cosas, cuando no dependes de esa actualidad ni de la habitual inmediatez que arrastra imperativamente tu trabajo.
He estado casi veinte días dedicado a mi familia, a mi hija, a mí mismo. Da igual donde estuviera disfrutando de esta baja por paternidad, que he tenido que administrar durante varios meses, encajándola aquí y allí para no desconectarme del todo de mi trabajo. Y ni aun así puedo presumir de haberme despojado de cualquier carga emocional por la supuesta irresponsabilidad de ausentarse con cierta carga de trabajo, calendarios y fechas límite a la vista. Y es que no es solo la precariedad lo que te obliga a no parar. Es la inseguridad de no saber qué pasará si no estás, si tardas más de la cuenta, si justo, en ese momento de ausencia, llega esa llamada, esa propuesta, esa oportunidad. Nada concreto. Todo pura fantasía.
Hoy podría haber escrito sobre cualquier otra cosa, que la actualidad viene cargadita, como siempre, pero he preferido compartir esto, demostrar que todo puede esperar. Que nadie ni ninguna opinión es crucial ni imprescindible. Que ya hablaré de temas actuales otro día. Que hoy no me apetece meterme de nuevo en la actualidad. Que, por suerte, en el medio donde escribo esto, también dan la bienvenida a estas reflexiones, a estas cosas más profanas, más humanas, que siempre están ahí, que esto es la vida, pase lo que pase en el mundo. Aunque demasiadas veces se nos olvida.
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