Opinión
Bien, Mariano, bien
Por David Torres
Escritor
Tarantino decía que Travolta era el único actor del mundo cuyo nombre podía suprimirse de las marquesinas ya que era reconocible sólo por el apellido, pero lo decía por ignorancia, porque no conocía a Botín. A Botín el apellido le sirve al mismo tiempo de bandera, de saludo, de tarjeta de visita, de anagrama, de explicación y de plan quinquenal. Luego a los forofos de la Fórmula 1 no les cabe en la cabeza que el Ferrari de Alonso no acabe de funcionar: pues por justicia poética, hombre, por qué va a ser si no. No va a ser por la publicidad.
Botín se pasó ayer por la Moncloa a felicitar a Mariano lo mismo que el señorito visita la ganadería a saludar al pastor o que el dueño del taller cae a darle un espaldarazo al mecánico que le está trucando el motor. Bien, Mariano, bien. Le faltó dejarle un habano de esos kilométricos en la guantera, para que se lo fumara luego a su salud. Mariano iba apretando manos una detrás de otra, la de Florentino, la de Amancio Ortega, la de Botín, los genios que han sacado el país adelante a base de tesón, de ayudas a la banca, de contratos en el extranjero y de niños muertos en Bangladesh. Todos le felicitaban, como si acabara de sacarse otras oposiciones o de hacer la primera comunión.
Rodeado de tales compañías, la flor y nata de la patria, es lógico que uno piense que España marcha viento en popa: la felicidad se palpa en las papadas y la prosperidad en las corbatas. Mariano es un anoréxico que mira España y la ve gorda. Tan gorda la ve que, de hecho, la va a poner a régimen en cuanto pasen las elecciones europeas: más impuestos, más recortes, más austeridad. Ya se sabe que convencer a un anoréxico es bien difícil, sobre todo cuando la enfermedad que padece no es anorexia sino miseria, y peor todavía cuando no la padece él. Es como aquella vieja historia de la tía Perica, que tenía cuatro galgos famélicos que cuando se levantaba una racha de viento levitaban por los aires, pero ella se empeñaba en que estaban retozando.
A Mariano es muy complicado explicarle que hay gente, mucha gente, centenares de miles de familias, que lo están pasando mal, que están pasando hambre, que no llegan a fin de mes. Mariano dice que el estado del bienestar se mantiene, lo cual, visto el diámetro que gastan Botín, Florentino y los demás conseguidores, es casi un piropo. Mariano es como George Bernard Shaw (que ambos me disculpen la comparación) cuando regresó de una gira por la URSS y los periodistas le preguntaron por la hambruna que había matado a millones de ucranianos: “¿Hambre? Pues yo he comido muy bien”.
El otro día, paseando por la cuesta de Moyano, un librero me contó que acababa de rechazar un empleo. Le ofrecían trabajo en una pescadería cerca de la glorieta de Embajadores. Sin contrato, sin seguridad social, jornada de ocho horas sin descanso ni para ir a comer, de lunes a domingo. Veinte euros diarios. “A esto –añadió– se le llama competitividad”. Alguien sugirió que la competitividad sería cortarle el cuello al pescadero, quemarle la pescadería y vender a los hijos como esclavos en Mauritania. Al final, el libre mercado y la esclavitud se van pareciendo tanto como el siglo XIX al XXI, cuestión de dónde plantas el palote. Pero tranquilos, que no hay la menor posibilidad de que Mariano se pase un día por la cuesta de Moyano, ni siquiera camino del Retiro a trotar a lo walking dead.
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