Opinión
Cañete se va de anchoas
Por David Torres
Escritor
-Actualizado a
No recuerdo qué viejo maestro de periodismo decía que a las campañas políticas había que denominarlas “campiñas”, porque marcan el tiempo de la vendimia, el día en que los políticos toman tierra, se arremangan la camisa y se ponen a recolectar votos. Suena el pistoletazo de salida y allá que van todos como aldeanos enloquecidos en busca de patatas. Mira que se habrán publicado estudios y libros de propaganda electoral, pero los jefes de campaña y los directores de marketing todavía no han cuajado nada más efectivo que esa estampa decimonónica y agropecuaria en que se aprietan manos, se abrazan espaldas y se chuperretean niños como si no hubiera un mañana. En Torrelavega, por ejemplo, Cañete se fotografió con una vaca, y luego en Santoña prometió pasear la anchoa por toda Europa. Cañete no va a Bruselas: va a MasterChef. Dos siglos de urnas después y la gran fiesta de la democracia sigue siendo una feria de pueblo.
Aparte de estos encuentros de Cañete con la fauna ibérica, este fin de semana en Bilbao hemos sido testigos de un fenómeno casi sobrenatural, uno de esos raros momentos en que un político de altos vuelos se aparta del programa lo mismo que un comandante de aeronave se sale de la ruta marcada para intentar un aterrizaje forzoso. No es algo que suceda con frecuencia: yo estuve una semana siguiendo a las huestes de José Luis y otra semana a las de Mariano, ya va para seis años, y no los vi desviarse del guión ni una coma. A un político en campaña se le muere un votante en mitad de un mitin y se tira en plancha con un sobre entre los dientes a ver si le da tiempo a sacarle el voto por correo.
El caso es que Cañete, con tanto ecologismo, se puso más campechano de lo habitual y le dio por contar a los micrófonos que justo antes del mitin un votante escéptico lo había detenido delante de los baños y le había pedido explicaciones. Ahí podía haber dejado la anécdota, en todo lo alto, porque motivos para reírse había ya de sobra, pero lo bueno es que Cañete (faltaría más) comenzó a gustarse y, entre unas cosas y otras, contó cómo estuvo diez minutos de cháchara, un lapso de tiempo ciertamente desmesurado porque para resumir la gestión del PP en los últimos dos años basta con un par de segundos y un buen corte de mangas. En cambio, Cañete echó un buen rato frente al letrero del retrete de caballeros aunque, si se trataba de explicar la gestión del PP, mejor que las explicaciones las hubiese dado dentro.
Durante el mitin Cañete amplió las explicaciones con su estilo dicharachero, es decir, meneando mucho el dedo índice, un gesto entre admonitorio y paternal que le dio a la tarima el aura de un púlpito y a Cañete el de un monje después de la cuaresma. Las anchoas no sabían dónde meterse. Sin embargo, la audiencia no comestible ya estaba rendida, encantada, encapsulada toda ella en la figura de aquel señor anónimo e imprudente que se quedó hipnotizado oyendo a Cañete disertar delante de un retrete bilbaíno. La culpa es de la herencia recibida, que en el caso del PP se remonta no sólo a los tiempos de José Luis ni a Jose María, sino a los de don Favila y el oso. Se agradece que este gourmet tan ocupado, que está siempre a sus yogures y a sus petróleos, condescendiera a detenerse diez minutos ante unos baños, a retratarse con una vaca y a pasear a una anchoa por Europa. Que limpien bien los baños, que en el próximo mitin se trae de telonero a Chicote.
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