Opinión
Europa mira, otros deciden

Profesora de Ciencia Política y Estudios Europeos en la UCM.
-Actualizado a
El debate sobre un posible proceso de paz en Ucrania se ha acelerado en las últimas semanas, aunque no de la manera que muchos en Europa esperaban. Muy lejos del protagonismo que la Unión Europea ha tratado de proyectar en sus discursos, lo que empieza a consolidarse es un formato de negociación en el que los principales interlocutores son Estados Unidos y Rusia. Ucrania aparece desplazada de la mesa en la que se discute su propio futuro, y la UE se ha convertido, de facto, en un actor irrelevante, sin propuestas, sin capacidad de mediación y sin instrumentos que aporten un valor añadido real al proceso. Esta situación desmonta por completo la narrativa de la 'Europa geopolítica' con la que Bruselas ha intentado armarse ideológicamente desde 2019. La realidad es tozuda y la razón es que la Unión no está en la mesa porque no tiene nada que ofrecer que modifique el equilibrio existente.
El marco en torno al cual Rusia está construyendo su posición negociadora es relativamente claro, y gira en torno a tres puntos en los que no está dispuesta a ceder. El primero es el reconocimiento internacional, sea este explícito o implícito, de los territorios anexados desde 2014, incluidos los ocupados tras la invasión de 2022. Para Moscú, la integración de estas regiones en la Federación no es negociable y constituye un límite infranqueable. El segundo punto es la neutralidad permanente de Ucrania, entendida como una renuncia definitiva a integrarse en la OTAN y a albergar infraestructura militar occidental en su territorio. El tercero es la adopción de restricciones militares sustanciales por parte de Kiev, es decir, una fórmula de desmilitarización parcial que limite su capacidad ofensiva y que garantice que no pueda convertirse en una plataforma estratégica para aliados occidentales. Estos elementos constituyen la columna vertebral de la posición rusa y son, a la vez, políticamente inasumibles para Ucrania en sus términos actuales. Pero no se diseñan para ser discutidos con Kiev, sino para ser intercambiados con Washington en un marco que recuerda más al reparto de esferas de influencia de la Guerra Fría que a un proceso de paz del siglo XXI.
Este es precisamente el punto fundamental que se pasa por alto en Europa y es el hecho de que el proceso en marcha no es una negociación entre Ucrania y Rusia, sino entre Rusia y Estados Unidos, y su lógica es la de un repliegue estratégico norteamericano a cambio de una estabilización del frente europeo. En ese esquema, Ucrania no actúa como sujeto negociador, sino como objeto de negociación. Y la UE, que durante dos años ha insistido en su apoyo “incondicional” a Kiev, ni siquiera ha sido invitada a la mesa. Las propuestas que circulan en ciertos círculos diplomáticos estadounidenses (aceptación de la situación territorial actual, congelación de líneas de contacto, neutralidad ucraniana y limitaciones militares) se parecen más a una rendición administrada que a un acuerdo de paz propiamente dicho. De ahí que en Kiev crezca la preocupación y en Bruselas abunde el silencio.
La irrelevancia europea quedó bien retratada en el episodio protagonizado estos días por Kara Kallas. Preguntada por un periodista sobre si la UE contemplaba enviar un enviado especial a Moscú ("nuestro propio Witkoff"), la Alta Representante respondió con una frase tan vaga como inapropiada para la magnitud del asunto. Su comentario, que evitó completamente la pregunta y no aportó ni una sola indicación sobre si existe alguna iniciativa diplomática europea, fue una exhibición de vacío político. Evadir la cuestión se ha convertido en la norma en Bruselas: ni hay una vía europea abierta hacia Moscú, ni hay voluntad de abrirla, ni parece existir una estrategia propia para contribuir al fin de la guerra. La UE no ofrece una hoja de ruta, ni un marco, ni siquiera una propuesta de mínimos.
El bloqueo interno respecto a los activos rusos congelados es una prueba más de la incapacidad de la UE para articular una posición común en cuestiones decisivas. Aunque la Comisión Europea insiste en que existe apoyo generalizado para utilizar los intereses generados por estos fondos en favor de Ucrania, la realidad es que el debate está completamente paralizado. Bélgica, que alberga la mayor parte de los activos, se niega a asumir en solitario las responsabilidades legales y políticas de una decisión que podría derivar en litigios internacionales de largo recorrido, especialmente, tal y como ha afirmado el primer ministro belga, Bart De Wever, en un contexto en el que "la derrota rusa es extremadamente improbable", algo que la propuesta lanzada por la Comisión Von der Leyen no parece tener en cuenta. Tampoco el resto de Estados miembros están dispuestos a compartir dichas responsabilidades. La división interna desmiente la narrativa de unidad que se intenta proyectar hacia el exterior y muestra a una UE incapaz de resolver un asunto esencial del posconflicto.
Mientras tanto, varios líderes europeos comienzan a reconocer públicamente que el final de la guerra no traerá lo que durante estos dos años se llamó una “paz justa”. El presidente finlandés, Alexander Stubb, lo ha expresado con contundencia: "La paz que se vislumbra no será aquella que muchos desearían para Ucrania". Ese reconocimiento, aunque involuntariamente revelador, muestra el ajuste silencioso de expectativas que está teniendo lugar en Europa. Y no son solo los líderes políticos quienes envían señales. Las aerolíneas Wizzair y Ryanair han empezado a planificar el retorno de vuelos a Ucrania, anticipando un cese de hostilidades más temprano que tarde. La logística comercial suele captar antes que nadie los cambios reales en el terreno.
Si finalmente se alcanza un acuerdo de paz, y los movimientos actuales apuntan claramente en esa dirección el menos en el medio plazo, la UE habrá quedado fuera del proceso en su totalidad. No habrá participado en el diseño de la arquitectura política del acuerdo, ni en la definición de las condiciones territoriales, ni en la configuración de las garantías de seguridad. La Unión Europea será llamada, eso sí, a financiar buena parte de la reconstrucción, es decir, a pagar la factura, y a asegurar con soldados el territorio en manos de Ucrania. Pero su papel político será irrelevante. Tras Gaza, tras la sumisión a la política arancelaria de Trump, este nuevo episodio confirmará de forma contundente la posición subalterna de Europa en la escena internacional. Un hecho al que habrá que ir sumando también su total ausencia en términos diplomáticos y políticos de la situación que se vive en estos momentos en Venezuela.
La negociación en torno a Ucrania está poniendo al descubierto con una claridad dolorosa la brecha entre la retórica europea y su capacidad real de acción. La UE habla como si fuera un actor global, pero actúa como un actor periférico, sin autonomía estratégica, sin capacidad de propuesta y sin voluntad de asumir riesgos diplomáticos reales. La paz que viene no será solo un desafío para Ucrania, será también un espejo en el que Europa tendrá que mirarse y reconocer que, una vez más, el mundo ha decidido sin ella.
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