Opinión
El Gran Reemplazo y la Mala Colocación

Filósofo, escritor y ensayista
-Actualizado a
En 1493, la excelente continuación de su extraordinario 1491 (publicadas ambas por Capitán Swing), Charles C. Mann sostiene la tesis de que Cristóbal Colón no descubrió, pero sí creó un "nuevo mundo". Lo que él llama "intercambio colombino" activó, en efecto, la circulación de enfermedades, plantas y alimentos cuya encrucijada, a lo largo de los siglos sucesivos, acabó por homogeneizar los paisajes naturales y los bagajes nosológicos de todo el planeta. En términos demográficos, esta transformación fue facilitada por una "plaga" demográfica: me refiero a la dispersión de la población europea por los cinco continentes en el marco de una agresiva empresa imperial y colonial. En muchos sitios, de hecho, la población de origen europeo sustituyó parcial o totalmente a la población original: pensemos, por ejemplo, en el continente americano, donde apenas queda un 8% de la población indígena precolombina, o en Australia, cuyos aborígenes constituyen tan solo el 3,3% de una población abrumadoramente blanca.
Repasaba estos datos históricos cuando, en pleno sarampión racista, la ultraderecha ha vuelto a evocar en las últimas semanas la amenaza del Gran Reemplazo: la necesidad de proteger la "identidad española" (o blanca y cristiana) de esa "invasión" de inmigrantes que habría que expulsar antes de que se apoderen del país. A título de comparación: el 25% de los habitantes de Tetuán, capital del "protectorado español" de Marruecos en 1935, eran españoles mientras que el número de marroquíes que vive hoy en Madrid, capital de España, apenas llega al 1,3%. Un ítem más: en torno al 30% de la población española del "protectorado" de Marruecos estaba vinculada al ejército colonial y las fuerzas de seguridad; en España, el 33% de los marroquíes se dedica a recoger nuestras fresas y nuestros melones, el 14, 6% construye nuestras casas y el 10% sirve nuestras mesas o friega nuestros platos con salarios más bajos que los españoles. Paradójicamente -o no- los fascistas que denuncian esta "invasión" de trabajadores norteafricanos son los mismos que celebran con nostalgia el Gran Reemplazo imperial de la población indígena de América por parte de navajeros de Extremadura y matarifes de Sevilla; y los que vitorean en su memoria las hazañas coloniales de los golpistas que invadieron España en julio de 1936.
Los fascistas que atizan los pogromos contra los trabajadores (y las derechas colindantes que replican sus discursos y sincopan sus propuestas) alegan siempre la cuestión de la "integración": los inmigrantes no se integran en "nuestra" cultura. Me irrita mucho este falso argumento. En primer lugar porque las exigencias de integración son muy selectivas. Las derechas no piden integración, por ejemplo, a los millonarios venezolanos que compran el parque de viviendas de Madrid encareciendo los precios ni, más lejos, a los saudíes y emiratíes que invierten cifras astronómicas en Marbella; y les parece lo más natural y razonable, por lo demás, que la comunidad española de Túnez, país donde vivo, no aprenda la lengua árabe, no trate con nativos, cocine tortilla de patata y celebre sus propias fiestas.
Pero hay una cuestión mayor: los inmigrantes que recogen nuestros melones y levantan nuestras casas, ¿no están en realidad perfectamente integrados en el capitalismo global? No me refiero a la participación en el PIB de los países llamados de acogida. Me refiero a funciones básicas de la reproducción colonial de la economía: el dumping salarial, la autoselección darwiniana, el reclutamiento ininterrumpido de un "Ejército de reserva"; a lo que hay que añadir, a pequeña escala, como en Torre Pacheco, las dependencias materiales concretas que apañan, como dice un vecino, "una convivencia de conveniencia". Y me refiero asimismo a funciones "antropológicas" de índole social en tiempos de crisis. Los inmigrantes, quiero decir, están perfectamente integrados en uno de los recintos más sombríos de la imaginación histórica de España, hoy en restauración, como operadores mentales de lo que Villacañas llama la "españolez", esa tradición propiamente nacional de construcción y criminalización de fronteras internas: de gestación de "otros" negativos funcionales a los que necesitamos económicamente explotados y culturalmente amenazadores. Creo que, en general, deberíamos dejar de hablar de integración; algunos inmigrantes se integran y otros no, como el resto de la gente; algunos no lo hacen porque no se les deja y otros porque no quieren; una sociedad democrática debería garantizar a todos las condiciones materiales de una existencia digna sin exigir a cambio ninguna concesión cultural o ideológica. En todo caso, lo cierto es que, más allá del derecho universal a la no integración, las derechas que hacen ese reproche selectivo son las que no quieren que los inmigrantes se integren; las que, aún más, desean que no lo hagan; las que, aún más, hacen todo lo posible para evitarlo.
Como sabemos, eso que llamamos fascismo es, en realidad, un plan violento y organizado contra la integración. La violencia fascista en Torre Pacheco, dice el bloguero Curb en un lucidísimo análisis, no es un "accidente": es el mensaje. ¿Y cuál es el mensaje de la violencia? No busca vengar, no, ningún agravio ni tampoco hacer justicia al margen de una ley vivida como inoperante. La violencia fascista organizada se propone expresamente romper con esa "convivencia de conveniencia", tensamente estable, que caracteriza a muchas zonas agrícolas de Murcia y Almería. Su objetivo no es conjurar una amenaza sino crearla: quiere que, amenazada, la comunidad inmigrante (y especialmente la de origen marroquí), se cierre a la defensiva, de manera que se la perciba, a su vez, como amenazadora. No debe haber integración ninguna; no puede haberla. La judeofobia y la islamofobia del siglo XV sobrevivieron, como sabemos, a la conversión y expulsión de judíos y musulmanes, como hoy la radical extranjería del otro (marcadamente islamofóbica) sobrevive a la obtención de la nacionalidad española. La violencia sirve para eso. No pretende suprimir al "moro"; pretende, al contrario, conservarlo siempre "moro", cada vez más "morificado", como "enemigo interno" en torno al cual crear, igual que en el pasado, una "nación verdadera". Ni Vox ni los escuadristas fascistas distinguen entre inmigrantes irregulares, inmigrantes con papeles y españoles de primera generación: todos cumplen la misma función, todos son igualmente funcionales a su propósito de alcanzar el Gobierno y acabar con la democracia. Los "moros" están plenamente integrados, como antagonistas imaginarios, en sus planes de involución autoritaria de España.
¿Qué hacer entonces? Creo que tiene razón el citado Curb cuando dice que los datos estadísticos del PIB o de distribución étnica de la delincuencia son inútiles, pues no son ellos los que moldean la percepción de las mayorías sociales; las ultraderechas (y las derechas colindantes) lo saben. Como han insistido muchos analistas, la violencia fascista en Torre Pacheco respondía a una estrategia perfectamente orquestada que buscaba, a partir de una quiebra incidental, romper la "convivencia de conveniencia". No lo consiguieron esta vez, pero España, que no es fascista, no está vacunada contra la violencia organizada. Hace cien años, Gaetano Mosca, gran teórico de las élites, recordaba que "una minoría organizada siempre puede más que una mayoría desorganizada". A la violencia organizada no se puede responder con violencia (ni con "malismo" de izquierdas y punitivismo suicida, como bien advierte Elizabeth Duval) pero sí con organización. No se puede dejar la "percepción del mundo" en manos de ciberactivistas y antiperiodistas nazis. Se dice a menudo que los seres humanos somos capaces de lo mejor y de lo peor. No estoy seguro. Yo creo que existe el mal y existen los malvados y que, frente a ellos, las mayorías sociales son rutinariamente buenas (vecinos solidarios, padres abnegados, amantes generosos); y que es siempre una cierta virtud general, y siempre la misma, la que unas veces salva el mundo y otras, en circunstancias excepcionales, permite o apoya el triunfo del mal.
Las circunstancias excepcionales están ya dadas. El camino en España, momentaneamente reprimido, es muy "español"; el contexto es, sin embargo, global: el del "intercambio colombino" y el Homogenoceno. En las últimas páginas de 1493, Mann describe la contradicción antropológica que preside el fastigio de la globalización: todos deseamos tener lo mismo que tienen los demás (pantallas, teléfonos inteligentes, muebles de Ikea, coches, IA) y "seguir siendo agresivamente nosotros mismos". Los malvados son pocos. El problema no es que una persona normal sea capaz tanto del bien como del mal; el problema atañe más bien a las consecuencias de una virtud -digamos- "mal colocada". La combinación de neoliberalismo licuefactor y tecnología totalitaria ha descolocado, sí, todas nuestras virtudes. Quiero decir que hemos colocado el "deseo", potencialmente nihilista, en mercancías digitales e imágenes artefactas; y hemos colocado la "identidad", potencialmente excluyente, en pasados imperiales y terruños desaparecidos. La nueva violencia fascista responde e interpela a esta mala colocación de la virtud general en un mundo sin anclas en el que no hay ya ningún lugar donde integrarse. Para detenerla (la violencia) habría que encontrar el modo de recolocar el deseo en una trascendencia común no nihilista y la identidad en un lugar común no excluyente. ¿Y cómo se hace eso?
No lo sé. Decía Bertolt Brecht que cuando la rama en la que estamos sentados está a punto de romperse todo el mundo se pone a fabricar sierras; sé que ése no es el camino; sé que en la izquierda deberíamos estar -al contrario- inventando anclas.
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