Opinión
El fin de la inteligencia

Escritora y doctora en estudios culturales
Un país no tan lejano ha decidido retirar parte de la financiación pública a sus universidades más prestigiosas y el mundo ha puesto el grito en el cielo. Menos ciencia, reducción de una investigación —que, probablemente, iría destinada a buen fin—, recortes en programas de diversidad y una libertad de expresión aminorada, hecha trizas de polvo que se lleva el viento, como la de cátedra o el derecho a protestar por la masacre en Gaza. Dicen —mis amigos que allí viven y trabajan—que circulan listas de palabras prohibidas tanto para las solicitudes de becas como para la preparación de temarios; dicen que han censurado libros enteros y que tal vez, muy pronto, la quema de la biblioteca de El Quijote nos parezca una nadería en comparación con los ataques al conocimiento actuales, mientras prolifera una inteligencia alejada del paradigma humano, que responde a golpe de clicks y prompts, artificial y tan lista ella que nos ha enmudecido el seso, incapaz ya de enunciar el mínimo gemido.
La escena es aterradora, y en un mundo donde las represalias pueden acechar a la vuelta de la esquina tecnológica, gracias a ese aparato que colocaría el Vigilar y castigar de Foucault en el anaquel de los cuentos infantiles, la gente tiende a callar, o bien a soliviantarse como si los fenómenos brotasen de la nada, cual hierba insurrecta. Pero para que nazca la hierba son precisos sol y agua, terreno fértil abonado a propósito. En ese país no tan lejano cuentan que las universidades ya se encontraban militarizadas bajo un sistema policial que surgió para reprimir las protestas por los derechos civiles, las manifestaciones en contra de la Guerra de Vietnam, las luchas feministas y, en general, toda rebeldía juvenil. Estos centros hace tiempo que integraron una sumisión a los grandes millonarios donantes que marcaban la agenda investigadora, como novelé en Huracán de negras palomas (La Moderna, 2023). Aquí, una de las protagonistas, Ashley, es ascendida a decana gracias a su virtuosismo a la hora de recaudar fondos, mientras su marido, abogado, trabaja de profesor asociado por unos pocos miles de dólares por asignatura. Vender tu expertise a granel en aulas masificadas donde desgañitarse es habitual; al mismo tiempo que los grandes gestores se embolsan sueldos estratosféricos ha sido normalizado; al igual que los precios abusivos de las matrículas, y el progresivo descuartizamiento de una meritocracia únicamente funcional para quien, como diría Isaac Rosa, también noveladamente, ya venía triunfado de casa.
Así que en ese país no tan lejano no se están cargando la universidad, sino más bien promueven la acentuación de una tendencia en curso que es occidental, tan propia que se nos cuela por las venas como una droga nada recreativa. Porque el universo conocido ha descuidado el intelecto a base de precarizarlo o, en el peor de los casos, criminalizarlo. Lo saben quienes se han dedicado a estudiar las consecuencias del cambio climático y han visto cómo compañeros activistas, o ellos mismos, acababan arrestados como consecuencia de participar en protestas pacíficas cuyas reclamaciones se cimentaban en informes del IPCC, organismo de la ONU. Los que han gritado que la humanidad camina por el sendero errado y somos la especie que menos se adapta a la crisis ecológica —pues hay peces que desvían sus rutas marítimas, pájaros que modifican sus patrones migratorios, y mariquitas que pierden los puntos negros para evitar el calor— lograron darse cuenta de una contradicción intrínseca a esa sociedad que se autodenomina “ilustrada”, con el homo “sapiens” a la cabeza.
Y eso no es todo. Si tanto asombra el desmenuzamiento cognitivo, podríamos preguntarnos cuándo se aceptó el uso masivo de unos aparatejos que van horadando paulatinamente la memoria, la capacidad de concentración y fragmentando nuestros cerebros en virutas inservibles hasta el punto de que la palabra del año 2024, según el diccionario Oxford, fue brain rot: podredumbre mental. La maraña de aplicaciones que cada día secuestra nuestras conciencias no parece ni un pelín dirigida a fomentar el tan manido pensamiento crítico, y existe quien habla de posverdad para definir un ambiente carente de certezas e impulsado por bots comprados por la ultraderecha de manera completamente legal. Los defensores de los derechos humanos que miran a Gaza interrogarán a la lluvia que volvió esos acuerdos internacionales papel mojado, y las sacrificadas docentes de secundaria cargarán sobre sus lomos la ratio imposible de un alumnado perdido que, en los recreos, corea el Cara al Sol sin intuir remotamente el origen del himno o la cantidad de muertos que dejó a su paso. Estaría feo, por mi parte, subrayar las circunstancias en que trabajan la mayoría de los periodistas, o de las escritoras, gremio vocacional y entusiasmado donde los haya, empeñado en sobrevivir engendrando unos textos que abran la ventana de Overton hacia lugares más benignos, que denuncien y propulsen la imaginación política, que elaboren belleza para contrarrestar la balsa de lodo en la que navega la historia, ahora que la IA puede emular su labor y mostrarnos el espejo lúgubre del futuro.
Queríamos conocimiento; pues habría que haberlo protegido hace años. Queríamos inteligencia; pues habría que haber defendido la habilidad humana para producirla en condiciones dignas e igualitarias. Queríamos, y queremos algunas, muchas, que pensar no sólo detenga su periplo hacia el desdén, sino que deje de penalizarse porque necesitamos legiones de mentes lúcidas ahora que ese país no tan lejano se acerca peligrosamente a entregarnos el muñeco agonizante de nuestro porvenir; desde tantos flancos le hacen vudú, y nosotros, como mucho, poniendo tiritas.
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