Opinión
Irán, Israel y el miedo como doctrina

Por Itxaso Domínguez
Analista especializada en Oriente Próximo y Norte de África
-Actualizado a
Irán no ha construido un arma nuclear. Tampoco ha declarado su intención de hacerlo. Su programa de enriquecimiento de uranio está regulado, documentado, supervisado por el OIEA y vinculado a tratados internacionales. Incluso el líder supremo iraní, Alí Jamenei, emitió una fatwa que prohíbe el desarrollo, almacenamiento y uso de armamento nuclear. Aun así, el consenso político y mediático dominante en Israel y en Europa insiste en tratar a Irán como una amenaza existencial.
No una amenaza convencional, ni estratégica, ni siquiera ideológica. Existencial. La palabra no es neutra: designa aquello que pone en riesgo la mera posibilidad de seguir siendo. Su invocación no busca describir un escenario, sino justificar de antemano una respuesta total. En el caso israelí, la categoría de amenaza existencial ligada a Irán cumple una función estructural: activa la posibilidad permanente de violencia preventiva sin necesidad de pruebas, sin verificación independiente, sin horizonte de desescalada. Se bombardea porque podría haber peligro. Se sanciona porque algún día podrían usarlo mal. Se sabotea porque no se puede confiar. Esta lógica, tan eficaz como devastadora, no surge de un impulso excepcional. Es la consecuencia de décadas de hegemonía del marco realista en Relaciones Internacionales y, en paralelo, de la naturalización de Israel como actor que no debe rendir cuentas.
Una amenaza por lo que podría llegar a ser
El realismo, en cualquiera de sus variantes, concibe el sistema internacional como un espacio anárquico donde los Estados actúan racionalmente para asegurar su supervivencia. No hay normas, solo poder; no hay justicia, solo intereses. En ese contexto, la desconfianza no es una opción, sino una obligación. El equilibrio no se construye con acuerdos, sino con disuasión. En apariencia, este marco ofrece una lectura fría, técnica, rigurosa del mundo. En la práctica, opera como una lente que convierte la sospecha en diagnóstico, la posibilidad en certeza, la anticipación en autodefensa. Y así, bajo su manto analítico, se reproduce una arquitectura de excepcionalismo que permite a ciertos actores —los aliados— ejercer violencia sin necesidad de justificarla.
La narrativa israelí sobre Irán es quizá el ejemplo más perfeccionado de este mecanismo. Desde hace décadas, los gobiernos israelíes, con mayor o menor grado de dramatismo, han alertado de la supuesta inminencia de un Irán nuclear. Poco ha importado que las agencias internacionales contradigan esas afirmaciones. Tampoco ha importado que Israel sea una potencia nuclear no firmante del Tratado de No Proliferación, con entre 80 y 200 ojivas atómicas según estimaciones independientes. La amenaza no reside en el armamento real, sino en la desobediencia potencial. Irán es problemático no por lo que tiene, sino por lo que representa: un poder regional que escapa al control occidental, un desafío geoestratégico que no se pliega a la lógica de contención.
En este marco, los datos empíricos son secundarios. Lo que prima es la capacidad del relato para producir inteligibilidad y aceptación. El programa nuclear iraní, aunque esté inscrito en los marcos del derecho internacional, aunque tenga usos médicos, energéticos e industriales legítimos, es leído como fachada de una intención bélica inconfesable. Se asume que Irán miente, que oculta, que prepara. La amenaza no está en lo que hace, sino en lo que podría llegar a hacer. Y esa posibilidad, puramente especulativa, basta para declarar la excepcionalidad.
Este uso estratégico del miedo no solo permite justificar bombardeos selectivos, asesinatos de científicos o ciberataques contra instalaciones civiles, también permite reorganizar el campo discursivo internacional. Irán se convierte en la figura de lo imprevisible, lo bárbaro, lo peligroso. Y al definirse como amenaza existencial, se niega de antemano cualquier intento de reequilibrar relaciones, establecer acuerdos duraderos o reconocer su agencia política. El único papel posible que se le asigna es el de ser contenido, vigilado, atacado si es necesario.
Una doctrina que absuelve antes de juzgar
Europa ha asumido este marco sin resistencia. Lo repiten comisarios, diplomáticos, centros de análisis, responsables de política exterior. Se habla de Irán como amenaza, como elemento desestabilizador, como actor que no ha demostrado lo suficiente. Pero, ¿qué sería suficiente?, ¿qué otra prueba se necesita para confirmar lo que ya se ha decidido de antemano? La aceptación acrítica del lenguaje de la amenaza existencial permite a Europa asumir una posición de complicidad sin asumir sus costes. No se dice abiertamente que hay que destruir, solo que "no se puede confiar". No se legitima el exterminio, pero se entiende por qué alguien lo llevaría a cabo.
Este mismo marco ha sido instrumental para hacer inteligible —aunque no explícitamente justificable— la destrucción masiva de Gaza, los castigos colectivos en Cisjordania o los ataques a infraestructuras civiles en el Líbano. Cuando Israel actúa, se nos dice, lo hace porque no puede permitirse otra cosa. Es la lógica del miedo estructural, convertida en política de Estado. Lo que debería escandalizar —la desproporcionalidad, la impunidad, la sistematicidad del castigo— se presenta como parte de un razonamiento racional de supervivencia. Y aquí el realismo no es solo una teoría de la política internacional: es una tecnología de legitimación.
Aceptar ese marco sin crítica implica renunciar a todo análisis contextual. Desaparecen las relaciones coloniales, las jerarquías geoeconómicas, las lógicas de castigo, las asimetrías diplomáticas. Irán ya no es un Estado con intereses legítimos, historia, alianzas, conflictos. Es un actor que encarna el caos, la ruptura del orden, la amenaza permanente. En esa operación de vaciamiento, la violencia israelí queda despolitizada: no se analiza, no se discute, se comprende. La comprensión reemplaza a la justicia. El relato se impone sobre los hechos.
Por eso cuestionar el marco realista no es una extravagancia académica. Es una tarea urgente para quienes aspiran a leer el mundo sin repetir sus mecanismos de dominación. Frente a la racionalidad del miedo, hay que reivindicar la política. Frente a la coartada de la prevención, hay que exigir responsabilidad. Y frente al uso instrumental del lenguaje —ese que transforma la sospecha en amenaza y la amenaza en permiso— hay que recuperar marcos que reconozcan la complejidad sin convertirla en excusa.
La crítica a Israel no puede limitarse a la denuncia puntual de sus crímenes. Debe alcanzar también los marcos que hacen esos crímenes comprensibles, tolerables, repetibles. Y eso implica enfrentarse a la idea —profundamente instalada— de que el mundo es un tablero donde los más poderosos están autorizados a redefinir el derecho cuando lo consideran necesario para su seguridad. El caso de Irán es ejemplar, pero no único. Es un espejo donde se refleja la forma en que ciertas narrativas, vestidas de análisis estratégico, producen legitimidad para lo que, en otros contextos, sería intolerable.
Mientras la amenaza siga siendo entendida como una categoría que no necesita verificación, mientras el miedo se siga aceptando como principio de acción legítima, mientras el realismo siga operando como sentido común disfrazado de teoría, no habrá espacio para una política internacional verdaderamente democrática. Y quienes acepten ese marco sin resistencia, aunque lo hagan en nombre de la moderación o el equilibrio, seguirán siendo cómplices del orden que lo necesita.

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