Opinión
Islam o democracia: un falso debate

Por Leila Nachawati
Doctora en comunicación y conflicto, profesora en el departamento de Comunicación de la Universidad Carlos III. Autora de 'Cuando la revolución termine'.
-Actualizado a
En tiempos en los que el shock y la indignación son commodities, mercancías pensadas para consumirse sin contexto ni reflexión, proliferan los debates circulares, polémicas que se desentierran cada cierto tiempo.
Una de ellas volvió a asomar hace unos días en El Hormiguero: “¿Es el islam compatible con la democracia?”, preguntó Pablo Motos al escritor Arturo Pérez- Reverte. “Por supuesto que es incompatible”, respondió Reverte, tajante, antes de desplegar un repertorio de clichés en el que no faltó el jocoso “no puede usted venir a nuestro país a lapidar a su mujer porque ella le engañe con el fontanero”.
El problema no es solo el tono zafio, de barra de bar, que se normaliza en prime time como si se tratara de análisis político. Estamos ante una cuestión compleja que abarca factores religiosos, políticos, sociales, económicos y geoestratégicos que convendría no despachar con un chascarrillo. Cuando alguien dice “islam” en este contexto, ¿a qué se refiere exactamente? ¿Al islam político? ¿A la sharía y sus distintas interpretaciones? ¿A teocracias como las de Irán o Arabia Saudí? ¿A los países de mayoría musulmana, con sus sistemas políticos diversos? ¿O a los casi dos mil millones de personas que profesan esta religión en el mundo? Reducir algo tan complejo a un “vienen aquí a lapidar a sus mujeres” es desinformar. Es confundir a la audiencia mediante estereotipos que solo alimentan el miedo al percibido como “el otro”.
Islam, una religión que profesan 2.000 millones de personas
Conviene aclarar que el islam político es un conjunto de movimientos diversos que abarca desde proyectos democráticos y reformistas hasta corrientes autoritarias. En teocracias como las de Irán o Arabia Saudí la religión se usa para justificar el control estatal, pero este sistema no es el único ni representativo de todas las experiencias de gobierno en países musulmanes.
Hablar del “islam” como si fuera una entidad única es una simplificación que ignora la enorme diversidad interna de esta tradición religiosa. Existen, por un lado, dos grandes ramas históricas: El sunismo, que agrupa alrededor del 85 % de los musulmanes y contiene a su vez diversas escuelas jurídicas (hanafí, malikí, shafií, hanbalí) con interpretaciones diversas de la ley islámica, y el chiismo, con sus propias subdivisiones (duodecimanos, ismailíes, zaidíes), sus clérigos y jurisprudencia.
A esto hay que sumar las corrientes místicas, como el sufismo, que ha tenido un gran peso en la espiritualidad islámica. Las cofradías sufíes han desempeñado en muchos países un papel social y cultural fundamental, promoviendo prácticas de meditación, artísticas y musicales, a menudo en tensión con el puritanismo de corrientes más rigoristas.
También dentro de cada país encontramos grandes diferencias en cuanto a práctica y creencias: desde comunidades urbanas muy secularizadas en países como Túnez o Turquía hasta interpretaciones ultraortodoxas como el wahabismo saudí. En el sudeste asiático el islam convive y se mezcla con tradiciones locales. En el caso paradigmático de Indonesia, país elegido en la visita de 2024 del Papa Francisco para “relanzar los lazos con el islam en un país tolerante y ejemplo de convivencia”, partidos de corte islámico operan junto a otros de corte secular. En África occidental se ha sincretizado con culturas preislámicas; en Europa y Norteamérica, el islam de las diásporas se adapta a sociedades plurales y democráticas.
Reducir toda esta complejidad a la caricatura del “fanático que lapida” es tan absurdo como juzgar a todos los cristianos por la Inquisición, o a los países de mayoría católica por las dictaduras militares latinoamericanas del siglo XX.
An-Nahda y la responsabilidad democrática
Si nos centramos en unos de los casos más recientes de experimentación democrática en el contexto del islam político, un ejemplo ilustrativo es el del partido An-Nahda en Túnez. Tras la revolución de 2011 y el derrocamiento de la dictadura de Ben Ali, este partido de corte islamista obtuvo mayoría en las primeras elecciones democráticas. Lejos de imponer un proyecto autoritario, An-Nahda pactó en ese período con partidos seculares para redactar una Constitución de consenso. En 2013, en medio de una grave crisis política, del asesinato de opositores y de una oleada de protestas en las calles tunecinas, An-Nahda llegó a a renunciar al gobierno para evitar una deriva violenta y garantizar la continuidad de la transición democrática.
Estas decisiones estratégicas contrastan con la actitud adoptada por distintos partidos autodenominados laicos que se negaron a transigir, bloquearon el trámite parlamentario e incluso alentaron una lógica de confrontación que apuntaba a un golpe de Estado al estilo egipcio.
Hoy, ese mismo Túnez que representaba un caso de éxito de transición democrática se encuentra inmerso en una nueva fase de autoritarismo bajo la presidencia de Kais Saied, un actor no islamista. En el marco del retroceso democrático, se ha emprendido una represión judicial masiva contra líderes opositores y activistas, incluyendo a miembros de An-Nahda, medidas denunciadas por organizaciones como Amnistía Internacional.
Democracia y barbarie
Visto todo lo anterior, ¿qué es lo que realmente inquieta a nuestros tertulianos de barra de bar? Si a Pérez-Reverte le preocupase la democracia, no se habría referido a Israel, instalado hace tiempo en una deriva teocrática supremacista judía, como “uno de los nuestros”. ¿Qué doble rasero es ese que permite la identificación con un estado inmerso en un proceso de colonización, desposesión y exterminio de todo un pueblo? ¿Qué defensa de la democracia plantea esa identificación?
Ante estos debates circulares que reverberan como resacas infinitas, quizás la pregunta principal sea la siguiente: ¿Condenan la barbarie o solo la condenan cuando no la ejercen “los suyos”?
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