Opinión
La palabra que empieza por pu-

Periodista
-Actualizado a
"Mamá, ¿qué significa puta?" me dijo la niña hace unos meses con esa boquita suya tan perfecta, tan rosa, tan blanda, tan blanca de pecado como los dientes de leche que la pueblan. No se me ocurrió decirle a ti quién te dijo eso, porque una sabe de dónde viene y es consciente de que las palabras no nacen en la boca de las criaturas por generación espontánea. Son escuchadas, asimiladas y luego repetidas con la ilusión de los primeros exploradores. Las palabras también excitan y el léxico degradable se cuela en la cabeza de los más pequeños como una fantasía insuperable. Saben que les están vetadas y por eso las desean tanto, aunque desconozcan su significado, o precisamente por eso. Un día, en mis diez, una prima más pequeña me preguntó: "¿Diana, tú sabes lo que es follar?" Y yo volví la cabeza hacia abajo, pensativa, tratando de encontrar la respuesta en el camino de una tarde de otoño. Luego, la miré muy seria y le respondí chulita "claro que lo sé, follar es recoger hojas del suelo". Aunque ya intuía que follar era otra cosa, todavía carecía de los conocimientos técnicos y teóricos para definir la otra cosa, pero no iba a permitir que mi prima pequeña me impresionase. Di por hecho que follar tenía varias acepciones. Otro día, en clase de gimnasia, mi amiga A soltó su primer y rotundo ¡hostia! que las demás llevábamos repitiendo como papagayos todo Quinto y yo corrí directa a abrazarla.
Mi hija sabe que las palabras no están prohibidas y los conocimientos tampoco. Cuando me preguntó por enésima vez cómo se fabrican los niños (¡quiero saber cómo se mete la semilla, pesada!) acabó tapándose los oídos dispuesta a acabar la lección antes de tiempo. Pero reconozco que con la palabra que empieza por pu- es diferente. Porque pu- en su boca inocente me retuerce las entrañas, me sienta tan mal como un bocadillo de ladrillos. Le tuve que decir que era un insulto muy feo que nos hacían a las mujeres y que por eso no me gustaba. No entendió nada porque la gente la dice todo el rato, sin insultar a nadie, incluso de guasa. Tanto se dice que la coletilla se ha convertido en un souvenir que adorna cualquier exaltación familiar. No por eso tiene menos significado, todo lo contrario, sé que el lenguaje es la constatación de cómo la sociedad ha normalizado y banalizado la violencia contra las mujeres. El que mató a la cuidadora lo hizo porque pensaba que era una pu-, y los que violan también, por no hablar de los que directamente las asesinan por ser pu-. Ser pu- es no valer nada, menos que nada. Pero cómo le explico esto a una criatura de cuatro años sin sonar moralizante, ni censora, sin atormentarla. Cómo se lo explico sin darle más ganas de usarla. No quiero cometer la torpeza de que, con tantas restricciones, acabe por amar lo que yo odio o aborrezca lo que yo amo.
Reconozco que fui malhablada desde pequeña, pero tardé mucho en decir puta. Al contrario que follar, hostia o joder, de los que presumí en el colegio prematura y precozmente, puta era una palabra que me daba miedo. Sabía que las putas existían y que los hombres les hacían daño. En mi época, las putas eran visibles en la calle y carecían del glamour de las redes sociales. Estaban solas, sucias y tristes, y las veíamos en la carretera de camino al Hipermercado. Aparentemente, nadie se acercaba a ellas, aunque las usaban a escondidas. A la fuerza, supe desde bien pequeña que llamarnos puta era el peor insulto que nos podían dirigir. Luego me lo llamaron, como a todas, y yo me indigné, como todas, y después hice lo que todas: la usé sin medida y sin compasión. Llamé pu- y repu- a mis amigas, nos hicimos las "más pu-" de la discoteca, nos escribimos en los diarios y en el Fotolog "para mi pu- preferida" como si fuésemos las primeras en hacerlo, las más libres, las más locas y las más divertidas. Las más putas. Pasaron casi tres décadas de mi vida hasta que me hice abolicionista.
Con la palabra que empieza por pu- me he dado cuenta de que ahora empieza la educación feminista de verdad, con todas sus contradicciones. Las palabras son balas que conforman el universo de los niños y de las niñas, pero las palabras existen. No se pueden prohibir las palabras porque no se puede capar el pensamiento. Ni puedo ni quiero quitarle los oídos, los ojos ni la lengua a mi hija. Si le prohíbo una palabra, ¿cómo me va a explicar cuándo se la digan a ella? Por eso, en la estantería del salón hay un libro bien visible "La revuelta de las putas". Algún día lo abrirá, estoy segura. De momento, ella ha tomado otro camino, el de colocarnos delante de un espejo. Cada vez que se nos escapa, nos lo recuerda. Solo nos queda predicar con el ejemplo. Ningún niño se come la fruta por decirle que tiene muchas vitaminas y minerales. Aunque la palabra siempre tenga implicaciones que degradan a las mujeres, no me duele lo mismo un pu- festivo que cagarse en la pu-, o acordarse del hijo de pu-. Por eso, ya he ensayado alternativas que ofrecerle: mucho mejor cagarse en cualquier divinidad, rey, mandatario sionista y colonizador o en los puteros, cariño mío.
Pronto empezará a leer. Verá la palabra puta pintada en todas partes, en los muros de nuestra ciudad, en los bancos y toboganes del parque al que va, en los títulos del porno más degradantes. Se incomodará, como nos incomodamos todas. Como se incomodó hace uno meses cuando me preguntó por qué había un pene pintado al lado de su columpio y yo le respondí taxativa "porque hasta el más tonto sabe dibujar un pene" que es más fácil y eficaz que explicarle que la violencia sexual contra las mujeres y niñas no descansa en áreas infantiles. Hace unos días, me confesó "a Maripili, de la clase de los mayores, unos niños la llamaron la palabra que empieza por pu- en el recreo". De ahí venían su curiosidad y su desasosiego, porque ella sí que no es tonta.
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