Opinión
Sin palabras para el cuerpo

Por Silvia Nanclares
Escritora
Suele tener palabras. Porque se dedica a eso. Suele tener buenas palabras. Porque es complaciente. Así aprendió a ser. Sonríe mucho. Pero apenas sabe sonreírse. Apenas tiene palabras para este cuerpo suyo. La cuerpa, le gusta llamarlo. Ha leído mucho sobre ello. Ha buscado la manera de sacarse esta sombra de encima. Buenas palabras para mi cuerpa, escribe en su cuaderno. Y se queda sola. Se queda en blanco la página. Como mucho logra escribir alabanzas funcionales: ah, sí, qué buenas son mi piernas porque me llevan de un lado a otro. Capacitista, se dice. Qué coñazo ser tan woke. Chts, ese lenguaje sexista. No se puede ni insultar una misma a gusto. Coñazo, coñazo, coñazo, repite en un resabio infantil. Ella es la persona que se alegra de la lluvia persistente porque significa llevar gabardina, tener el cuerpo a buen recaudo, escondido de miradas. Es la persona que teme a la radiante primavera. Es la persona que ya no recuerda si alguna vez no sintió miedo ni vergüenza a ponerse en bañador. Es esa persona. Una de tantas.
Este cuerpo tiene miedo a no poder…, canturrea, mientras rehuye el quinto espejo de la calle. Escucha en loop el disco de Valeria Castro y trata de buscar con más ahínco más y mejores palabras, porque las tiene que haber. Porque ella también cree, quiere creer, y así lo desea para todas, pero sobre todo para sus sobrinas adolescentes: que tiene que ser más fácil. Que no puede el cuerpo ser tan cruel al verse, sigue cantando. Que si algo tiene sentido en esta carrera de relevos que son los feminismos es habernos sabido pasar, al menos, este testigo, piensa. El de dejar de odiarnos. Las flacas por flacas, las gordas por gordas, las viejas por viejas, las altas por altas. Lo ha escrito mejor Maura Gancitano en Espejito espejito: “nos sentimos sucias, equivocadas, portadoras de algo que hay que purificar, y casi todas tenemos una imagen de nuestros cuerpos que es mucho peor de lo que es en realidad”. No hay que incidir sobre el cuerpo entonces, piensa ella, si no sobre la autopercepción y sobre la mirada. Parece más difícil que una dieta restrictiva y matarse a burpees. Vale ya de hablarnos mal, de pensarnos mal, de sentirnos peor, se dice. Vale ya. Sí, ¿pero cómo se hace eso? ¿Qué hacer con la culpa añadida al malestar? Sentirse mal al cuadrado. Sentirse mal por sentirse mal al tener que enseñar su cuerpo. Simplemente porque llega el calor y hay que quitarse capas.
Sentirse mal consigo misma, con su propia cuerpa, le hace sentir, encima, como la peor de las activistas. Es casi peor que sentir vergüenza de clase. Porque aunque la clase se lleve pegada a la piel y también configure el cuerpo –aprendió que se llama hexis, ella ha estudiado–, en esta economía de los cuerpos normativos hay quienes de entrada lo tienen más fácil solo por pura casualidad genética o por tener la pasta para liberar tiempo para hacer ejercicio feliz y cocinar todo aquello que no es comida basura. Los nepocuerpos. Se ríe con el neologismo que le ha salido. Todo menos las buenas palabras. ¡Pero es que es verdad! Nacen mejor posicionados en esta carrera del autoperfeccionamiento hasta morir en las que estamos inmersos. ¿Cómo sería vivir esa mirada hostil, ese detector hacia una misma? ¿Alguien conoce a alguien que viva así? Sí, se imagina que habrá cuerpos encantados de conocerse. Ella no conoce apenas. Pero en el juego de la intersubjetividad vigilante de los cuerpos, la derrota final es no llegar a estar nunca bien con una misma, interiorizar la hostilidad y el juicio degradante. ¿En qué momento se cuelan estos sentires por los recovecos cingulados de la psique? Cuando ya no hace falta una mirada externa ella misma se convierte en el peor otro. Aprender a ser tu peor juez también te habilita para ser la persona que juzga a los demás, la persona que mira, que machaca a otros cuerpos. Porque también se puede reproducir aquello que se sufre, así funciona la violencia.
Sigue ensayando. Ensaya palabras y más palabras. Buenas palabras frente al espejo. También prueba mientras camina por la calle y se va viendo en las lunas. Finge caminar con ligereza. Fake until you make it y toda esa mierda. Se dice que este año, que a estas alturas, ya no lo hará más, ya no se hablará mal, ya no sé juzgará, ya no posará sobre sí la mirada más cabrona. Que ya está bien. Pero luego sí. Porque no acaba de suceder esa magia liberadora. ¿Es esto el fracaso el feminismo encarnado en su cuerpo? No puede ser. Nada le gustaría más que que se obrara el milagro, la manifestación definitiva de todo su trabajo de deconstrucción. Pero no. Sigue protagonizando cada mañana el monólogo de obertura de su pequeña serie doméstica de body horror veraniego. Vuelve a canturrear. Sube el volumen de sus cascos. Tiene que ser más fácil el quererse / No puede el cuerpo ser tan cruel al verse. Encontrar las palabras, sentirse bonito, ¿dónde se aprende eso? O mejor dicho, ¿cómo se desaprende todo lo anterior? ¿De verdad va a ser más fácil?
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