Este artículo se publicó hace 3 años.
ItaliaAsí logró la derecha que el Partido Comunista no gobernara nunca en Italia
Cuando los rojos obtuvieron el 34% de los votos en 1976, el democristiano Giulio Andreotti ideó el Pentapartito y colocó como primer ministro al socialista Bettino Craxi, quien terminó exiliándose en Túnez para no ser juzgado por corrupción.
Madrid-Actualizado a
La dimisión del primer ministro italiano, Giusseppe Conte, ha vuelto a remover las aguas de la política transalpina. Nada comparable, sin embargo, a la marejada vivida hace cuatro décadas. Si ahora Conte ha renunciado al cargo para provocar una crisis de Gobierno y forzar la formación de su tercer Ejecutivo en solo tres años, entonces la Democracia Cristiana se confabuló con cuatro formaciones laicas para evitar que el Partido Comunista Italiano (PCI) alcanzase el poder.
Fue el llamado Pentapartito, compuesto por los democristianos de Giulio Andreotti y el Partido Socialista Italiano (PSI), el Partido Socialista Democrático, el Partido Liberal y el Partido Republicano. El viejo zorro, quien en 1979 había pasado el testigo de la Presidencia del Consejo de Ministros a su compañero Francesco Cossiga, no dudaría en cederle la poltrona del Palazzo Chigi al socialista Bettino Craxi con tal de seguir mangoneando en la sombra y espantar el fantasma del comunismo.
La operación, a ojos de un español, puede parecer extraña. No solo porque un partido conservador permita que gobierne otro progresista, sino también porque el primero era el más votado en las elecciones y el segundo apenas había obtenido un 11% de los sufragios. Para comprenderlo, hay que retrotraerse a la convulsa década de los setenta, que también explicará por qué el Partido Comunista buscó un acuerdo con las grandes formaciones del momento, lo que significaba estrechar sus lazos con la derecha.
Comencemos por el intento de colaboración del PCI con la DC, conocido como compromesso storico, auspiciado por el eurocomunista Enrico Berlinguer como mal menor para evitar un golpe autoritario sobre la mesa. El acuerdo, que solo llegó a vislumbrarse con la promesa del apoyo al Gobierno de Andreotti en 1978, respondía al contexto de la Guerra Fría, la Operación Gladio y los años de plomo, protagonizados por las Brigadas Rojas, los ultras y el terrorismo de Estado.
Además, Berlinguer tenía fijado en su retina el golpe de Estado de Pinochet en Chile, que derrocó a Salvador Allende. El líder rojo se había alejado de Moscú y creía que para poder gobernar debía contar con el beneplácito de las fuerzas conservadoras para evitar una reacción de la extrema derecha, aunque su plan no era bien visto por la Unión Soviética ni por Estados Unidos, al tiempo que sumaba detractores en la Democracia Cristiana, en el PSI, en el Partido Liberal, en sus propias filas y en la extrema izquierda.
Así, el secuestro de Aldo Moro en 1978 dinamitó el compromiso histórico. El dirigente democristiano, favorable al entendimiento que él mismo contribuyó a tejer, fue raptado el día que la Cámara de Diputados iba a votar una moción de confianza a Andreotti, apoyada por el PCI. Las Brigadas Rojas reivindicaron la acción, una más en la "estrategia de ataque" al acuerdo, que a su juicio provocaría "una división en la clase obrera", pues suponía "la definitiva renuncia a la revolución, a la lucha por la toma del poder".
Son palabras del brigadista Alberto Franceschini, quien en su libro Mara, Renato e io. Storia dei fondatori delle BR (Oscar Mondadori) interpreta que el secuestro beneficiará a la banda terrorista: "En el fondo era él, con su teoría del encuentro con los democristianos, nuestro padrino político [...]. Porque su línea [política] había alejado del PCI a muchos compañeros, dándonos la ilusión de poder recoger la herencia", pensaba el fundador de las Brigadas Rojas. Sin embargo, las sombras todavía se proyectan hoy sobre el rapto.
Durante su cautiverio, Moro escribe cartas a sus correligionarios, donde va subiendo el tono a medida que pasan los días. Así, denuncia el abandono que sufre y el rechazo del partido a negociar su liberación, que favorecería a la Democracia Cristiana y perjudicaría al PCI —de hecho, su asesinato supondría el fin del compromesso storico—. Y le reprocha a Giulio Andreotti y al ministro de Interior, Francesco Cossiga, sus vínculos con la CIA.
O, lo que es lo mismo, con la logia Propaganda Due (P2), supuestamente vinculada a la estrategia de la tensión impulsada por Gladio: "La organización militar secreta de la OTAN, conocida solo en 1990, preparada para actuar en caso de invasión soviética, aunque hay indicios de que en Italia trabajó en las cloacas del Estado con fascistas y criminales", como la describe el periodista Íñigo Domínguez en Crónicas de la mafia (Libros del K.O.), donde refleja los vínculos de la Democracia Cristiana con la Cosa Nostra.
"Para dominar los congresos del partido, lo que significaba controlar el país, había que contar con el apoyo de la delegación siciliana. De aquí nace la venenosa contigüidad de Andreotti con la Mafia, probada en los tribunales en 2004", añade Domínguez, quien califica al líder democristiano como "señor de las tinieblas italianas" y señala que los asesinatos de grandes personalidades "en parte también se explican en clave anticomunista". En palabras del juez Giovanni Falcone, azote y víctima, "la Mafia golpea a los servidores del Estado que el Estado no ha conseguido proteger".
Si sumamos a todos los actores en contra, de poco serviría que el PCI obtuviese en las elecciones legislativas de 1976 el 34,4% de los votos, apenas cuatro puntos menos que la Democracia Cristiana. Enrico Berlinguer podía soñar con acariciar el poder, pero todos —dentro y fuera del país— conspiraban en su contra. Ni la europeización del partido, ni el acercamiento a la derecha habían valido de nada.
Era el Partido Comunista más potente de su entorno y, aunque fue perdiendo fuelle en las siguientes citas con las urnas, en las elecciones europeas de 1984 superó en un escaño —con un 33,3% de los votos— a la Democracia Cristiana y triplicó los del Partido Socialista. Sin embargo, ambas formaciones pactarían para evitar que gobernase, si bien los enemigos trascendían el Congreso y se elevaban hasta las alturas del Estado, alrededor del cual orbitaban servicios secretos, logias masónicas, ultraderechistas y mafiosos.
Berlinguer había pagado la concepción del eurocomunismo, el primer paso para alcanzar el poder, con un amago de asesinato. Según él, el accidente de coche que sufrió en Bulgaria en 1973 había sido un atentado por desafiar a Moscú. Aldo Moro, en cambio, lo pagó con su vida. Se había convertido, según Leonardo Sciascia, en un "doloroso cálculo biliar" que era necesario extirpar. El diputado y periodista interpreta con agudeza en El caso Moro (Tusquets) las cartas del líder democristiano, mientras que los políticos y la prensa aseguraban que las había escrito coaccionado por las Brigadas Rojas.
O, peor todavía, sugerían que eran obra de alguien que había perdido los estribos. "Los periódicos independientes y de partido, las revistas semanales ilustradas, la radio, la televisión, casi todos se plantan firmes, en línea para defender al Estado, proclamando la metamorfosis de Moro, su muerte civil", escribía Sciascia en un ensayo que trataba arrojar luz sobre el móvil del rapto y la pasividad de la DC y del Estado. Su cadáver apareció en el maletero de un coche aparcado entre las sedes de los dos partidos más importantes de la época.
Liquidada la posibilidad de que el Partido Comunista gobernase bajo el amparo o con el visto bueno de los moderados y conservadores, que mitigarían una reacción de la ultraderecha, las urnas podrían haberle brindado la Presidencia del Consejo de Ministros con el apoyo de los partidos progresistas. Sin embargo, Bettino Craxi no estaba por la labor. "Adoptó una visión altamente cínica y casi despiadada de la política de poder. Si pretendía consumar su gran proyecto, sentía que no podía permitirse un exceso de escrúpulos para conseguirlo", deja claro Alexander Stille en El saqueo de Roma (Papel de liar).
El periodista y escritor subraya que el líder socialista no era un hombre de compromiso, ni histórico ni presente. "La idea craxiana de una izquierda reformista ajena a los comunistas tenía un gran atractivo", añade Stille, quien destaca que los democristianos eran menos codiciosos con los sobornos y comisiones. "La corrupción siempre había formado parte de la vida italiana, pero no hay duda de que dio un salto cualitativo en la época en que Craxi escalaba hacia la cumbre [...]. Con la llegada de los socialistas se desató una ávida competencia entre los hombres de partido para desviar dinero con el que financiar a sus formaciones y forrar sus bolsillos".
Poco le importaba a la Democracia Cristiana, garante frente a la amenaza roja, haber entronizado a un ladrón que le exigió a un directivo que enchufó en la compañía eléctrica estatal: "Tráeme dinero y votos". El Pentapartito había ejercido como dique de contención del comunismo, aunque Craxi se vería implicado en un escándalo de corrupción de tal magnitud que decidió fugarse a Túnez, donde fallecería. Su herencia fue Silvio Berlusconi, a quien ayudó a amasar su fortuna antes de aprovecharse del proceso Manos Limpias —también conocido como Tangentopoli, algo así como Sobornópolis—.
El macrojuicio de Milán que reveló la trama corrupta de los partidos provocó el colapso de las siglas tradicionales. Luego, ya saben: ¡Forza Italia! La derecha, en el poder desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, luchó con ahínco y puso palos en las ruedas para evitar que el Partido Comunista gobernase en Italia, aunque un discípulo de Berlinguer, Massimo D'Alema, se convertiría en 1998 en el primer político de sangre roja aupado al Gobierno de un país de Europa occidental. Para ello tuvo que despojarse de la hoz y el martillo y aferrarse a un roble y a una rosa, símbolo de los Demócratas de Izquierda.
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