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Por qué las autonomías más ricas son las que supuestamente emiten menos CO2

Un estudio del Observatorio de la Sostenibilidad evidencia la falta de mecanismos que responsabilicen a las grandes regiones de la huella de carbono que producen. Algunas de las regiones que más energía consumen de España per cápita apenas tienen grandes huellas de carbono, ya que la producción y los gases emitidos provienen de las más pobres.

Vista general de los rascacielos de Madrid en una imagen de archivo.
Vista general de los rascacielos de Madrid en una imagen de archivo. Dominique Faget / AFP

La COP26, pese al resultado amargo, ha dejado un mensaje claro sobre la desigualdad de responsabilidades en la crisis climática. Los países desarrollados son los que más gases de efecto invernadero liberan, mientras los Estados más pequeños se enfrentan, sin recursos, a la difícil tarea de transitar hacía un modelo energético más limpio. Esta brecha que se percibe de la coyuntura internacional se puede trasladar a una escala nacional en España, donde las emisiones históricas per cápita de CO2 dejan sorpresas.

Los últimos datos del Observatorio de la Sostenibilidad (OS) recogen las aportaciones de CO2 per cápita por comunidades autónomas en los últimos treinta años y demuestran que algunas de las regiones que más energía consumen de España apenas tienen grandes huellas de carbono, ya que la producción –y por ende los gases emitidos– se externalizan. El sistema de contabilidad hace que, por ejemplo, Madrid sea la región con menos emisiones por habitante del Estado, mientras que Asturias se encuentre a la cabeza del ranking.

"En Madrid no hay casi nada de industria y tampoco hay producción de energía. Madrid sólo consume la energía que se produce de fuera, lo que hace que no se aprecie su responsabilidad real en las emisiones generales de España", explica Fernando Prieto, director del Observatorio de la Sostenibilidad, que añade la importancia que tiene en esto que las plantas de carbón y gas se sitúen en las regiones periféricas del Estado.

Tanto es así que Asturias –con unas 20 toneladas de CO2 por habitante– es la comunidad autónoma con mayor índice de CO2 de los últimos 30 años, seguida de Navarra (11 toneladas), Castilla y León (10 toneladas) y Cantabria (10 toneladas). En el otro lado de la balanza, las zonas con menos huella de carbono per cápita, se encuentran Madrid –que tiene 3 toneladas de carbono por ciudadano– Valencia (4 toneladas), y Andalucía (5 toneladas). 

"Hay cierto centralismo, pero también tiene que ver con el nivel de riqueza. Al final las comunidades más ricas consumen la energía producida por las pobres", dicen desde el OS, que señalan también cómo la baja huella per cápita de regiones con alto poder económico se sustenta en la externalización de las emisiones. Catalunya, también en la parte baja de la tabla, concentra unas 6 toneladas de CO2 por habitante y Euskadi, en mitad del ranking, se computa unas 8 toneladas de dióxido de carbono por cada ciudadano.

El informe publicado por el OS hace mención a la necesidad de que España establezca mecanismos de responsabilidad diferenciada en la contabilidad de emisiones, de tal forma que se consigan reflejar las desigualdades territoriales y las aportaciones reales de cada región a la crisis climática. En cierta medida, es una similitud con los reclamos de las naciones más empobrecidas que, en la COP26, exigieron que los países industrializados reconocieran su papel histórico en el calentamiento de la tierra y aportasen fondos económicos que permitan a los países del Sur Global afrontar las consecuencias de la emergencia ecológica.

La transición energética arrastra el mismo modelo

Este modelo de producción deslocalizada se está manteniendo durante la transición. Las plantas de carbón y gas se han ubicado tradicionalmente en regiones periféricas con menos densidad poblacional y la producción mayoritaria ha ido destinada a abastecer los diferentes sectores económicos que funcionan en las grandes ciudades, así como el consumo doméstico energético. Ahora, el despliegue de las renovables se está realizando en entornos rurales con una producción energética destinada, grosso modo, a mantener activa la vida urbana. Aunque estas tecnologías no emiten carbono, su implantación tiene otros impactos ambientales que afectan al paisaje y la biodiversidad.

"Es importante entender que la transición energética debe cambiar el modelo, porque se puede hacer. Los paneles solares no pueden estar en el campo, se deben empezar a colocar en áreas antropizadas, cerca de las ciudades para evitar que el impacto ambiental se externalice", opina Prieto, que menciona el caso de Adif, que ha planteado un proyecto para colocar paneles fotovoltaicos en las redes ferroviarias destinados al autoconsumo de la empresa. 

En el caso de la fotovoltaica, el impulso de tejados solares permite que la transición cambie las dinámicas y responsabilizar al territorio de su propio consumo energético. En otras palabras, las placas se puede colocar en las zonas urbanas, cerca del lugar de consumo. El principal escollo tiene que ver con la energía eólica, con un despliegue condicionado al asentamiento en zonas rurales de montaña donde aprovechar las corrientes de viento. Todo ello está generando una presión en el territorio con gran impacto en las sociedades y los ecosistemas. El caso más llamativo es la cordillera cantábrica. Allí se han levantado 433 complejos eólicos con más de 8.000 aerogeneradores, la mayoría destinados a producir una energía que no se consumirá en el entorno local.

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